La perfección

Viendo una película de ésas que ponen después de comer y que suelen invitar a pasar un buen rato con Morfeo, me he llevado una grata sorpresa con una consecuencia: me ha hecho pensar. En principio, el argumento de casi siempre: matrimonio que después de muchos años de convivencia se dan cuenta de que han perdido esa "chispa" que antaño tuvieron y deciden que, puesto que ya no hay nada en común más que la rutina de cada día, cada uno se vaya por su lado. Lo que rompe sus planes es la noticia que su hija les da de que va a casarse en pocos días. Hasta aquí, los ingredientes de una pócima somnífera de considerable potencia.
Sin embargo, los diálogos me han obligado a poner atención en lo que decían, porque, lejos de ser una retahíla de tópicos, eran cuestiones bastante inteligentes y de calado, al menos para mí: resulta que este matrimonio comenzó con toda la ilusión de unos jóvenes que desean compartir sus vidas, con planes, con una hija y toda la ilusión que ello conlleva. Sin embargo, se dejaron atrapar por las cosas que eran "nuevas", como los casos que ella tenía en su bufete de abogados o los contratos que él quería conseguir para su empresa de creación de páginas web. Poco a poco, se fueron alejando, la hija creció y se fue de casa, y ellos se dejaron absorber por sus respectivos trabajos. La excusa de ver los deportes por la noche sin molestar a su esposa fue el comienzo de dormir separados...
A ojos de casi todo el mundo eran la pareja perfecta, pero todo era pura fachada. Sin embargo, el quid de la cuestión es esa palabra: "perfecta". Habían tenido una boda perfecta y una vida perfecta, entonces, ¿cómo habían llegado a ese punto? ¿Cómo estaban planteándose un divorcio, si todo había sido perfecto?
Sencillamente, porque no hay nada que sea perfecto; ninguna persona lo es y, por tanto, ninguna relación. Hay que desengañarse sobre la "perfección" del otro; el mismo Papa Francisco lo dice en su exhortación "Amoris laetitia" (La alegría del amor), que nuestro marido o nuestra esposa no es perfecto, por más ganas que tengamos que lo sea. Y ahí está su verdadero encanto, en esa imperfección que hace, que nos "obliga" a un plus de voluntad, de querer amarlos tal y como son. Esa aceptación de la imperfección del otro, de esas cosas que hace (y que, en realidad, no son tan importantes) que no nos gustan, es una prueba más de amor. "Me vuelves loco, y no lo harías si yo no te quisiera tanto", le ha terminado diciendo el esposo al final de la película; "Yo también te quiero", le ha contestado ella.
Es la imperfección que me acepta el otro lo que me lleva a mí a aceptar la suya. He ahí una de las grandezas del amor verdadero: "Te amo a pesar de ti". Nada más y nada menos que eso.
Creo que si más de uno nos hiciéramos ese planteamiento tan sencillo, cambiaría nuestra percepción no sólo de los demás, sino nuestro concepto del amor y por fin dejaríamos de pensar en los corazones, los ositos de peluche y las mariposas del estómago. No, queridos míos, el amor de verdad es algo muchísimo mas recio y fuerte que todas esas decoraciones de San Valentín. Hay que tener bien amueblada la cabeza y el corazón (los dos, no vale uno solo) para amar a una persona como Dios manda. Amor perfecto sólo es el de Dios por nosotros, ¡Él sí que tiene mérito!

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