Contemplar los silencios
Ayer me hicieron una sugerencia: estar media hora en silencio nada más levantarme y así lo he hecho esta mañana, cuando mi calle se desperezaba y se empezaban a oír puertas que se abren y cierran y pasos por la calle.
Ya en la cocina, he podido escuchar el silencio sólo roto por mis pasos, abrir el armario para coger la taza, el plato, la cafetera...
He disfrutado del sonido de la leche cayendo en la taza, que sonaba a anuncio sin eslogan; las rebanadas de pan en el tostador y el click al bajar la palanca, incluso la tensión del mecanismo que luego lanzaría las tostadas una vez hechas.
Y sobre todos estos sonidos, tu silencio acompañando al mío, tu ir a mi lado a cada paso desde que he abierto los ojos, sentado a mi lado. Me levanto, y estás ahí, siempre, provocando en mi alma la emoción de aquella recién casada al despertar junto a su esposo, esa alegría que le llena el corazón porque sabe que no ha dormido sola, que no ha despertado sola, que nunca estará sola. Pero ahora es aún mejor, porque la alegría no es lo único, sino que junto a ella está presente el gozo y la paz interior, una paz grande, inmensa, tranquila como un mar en calma. Sí, es esa la sensación: esas fotos en las que se ve un mar infinito, en calma, o aquellas otras en las que la quietud de un lago refleja como un espejo las montañas que lo circundan. Es el mejor ejemplo para describir lo que siente el alma abandonada en sus manos, esa calma que me acompaña siempre y me lleva a la certeza de que todo está bien por peor que parezca, porque así es como tiene que ser, aunque yo no lo entienda ni ahora ni después, aunque le pregunte una y mil veces por qué.
Son buenos los silencios interiores, ésos que a veces nos dan tanto miedo porque son el camino directo hasta lo que de verdad habita en lo más hondo de nuestro corazón, y nos obligan a hacer frente a nuestros peores miedos. Y no nos gusta enfrentarnos a esos titanes de la tristeza, no queremos oír sus gritos ni escuchar sus quejidos, lamentos y reproches, todos esos monstruos que la mayoría de las veces hemos creado nosotros mismos con nuestra imaginación, pensando en quimeras que luego no ocurrirán o en futuribles que nunca serán.
Sin embargo, también en lo más hondo de nuestro corazón, esa caja de Pandora que es nuestra alma, cuando salen todos los demonios y se diluyen en el aire al exponerlos a la luz, como un vulgar vampiro de cuento, aparece esa luz en el fondo, el brillo de aquella piedra preciosa que quedó cuando se abrió la mítica caja: esa verde y hermosa piedra que es la esperanza, y que siempre dejamos en el fondo, oculta por nuestros miedos.
Contemplaba los silencios esta mañana y ahora sigo en silencio, cuando ya no hay tanto silencio alrededor porque aún bulle la ciudad en este otoño recién estrenado.
He conseguido hacer silencio en mí, por más ruido que entre por las ventanas, y en el silencio, como me ocurre cada vez que me detengo, me he encontrado con ÉL.
Ya en la cocina, he podido escuchar el silencio sólo roto por mis pasos, abrir el armario para coger la taza, el plato, la cafetera...
He disfrutado del sonido de la leche cayendo en la taza, que sonaba a anuncio sin eslogan; las rebanadas de pan en el tostador y el click al bajar la palanca, incluso la tensión del mecanismo que luego lanzaría las tostadas una vez hechas.
Y sobre todos estos sonidos, tu silencio acompañando al mío, tu ir a mi lado a cada paso desde que he abierto los ojos, sentado a mi lado. Me levanto, y estás ahí, siempre, provocando en mi alma la emoción de aquella recién casada al despertar junto a su esposo, esa alegría que le llena el corazón porque sabe que no ha dormido sola, que no ha despertado sola, que nunca estará sola. Pero ahora es aún mejor, porque la alegría no es lo único, sino que junto a ella está presente el gozo y la paz interior, una paz grande, inmensa, tranquila como un mar en calma. Sí, es esa la sensación: esas fotos en las que se ve un mar infinito, en calma, o aquellas otras en las que la quietud de un lago refleja como un espejo las montañas que lo circundan. Es el mejor ejemplo para describir lo que siente el alma abandonada en sus manos, esa calma que me acompaña siempre y me lleva a la certeza de que todo está bien por peor que parezca, porque así es como tiene que ser, aunque yo no lo entienda ni ahora ni después, aunque le pregunte una y mil veces por qué.
Son buenos los silencios interiores, ésos que a veces nos dan tanto miedo porque son el camino directo hasta lo que de verdad habita en lo más hondo de nuestro corazón, y nos obligan a hacer frente a nuestros peores miedos. Y no nos gusta enfrentarnos a esos titanes de la tristeza, no queremos oír sus gritos ni escuchar sus quejidos, lamentos y reproches, todos esos monstruos que la mayoría de las veces hemos creado nosotros mismos con nuestra imaginación, pensando en quimeras que luego no ocurrirán o en futuribles que nunca serán.
Sin embargo, también en lo más hondo de nuestro corazón, esa caja de Pandora que es nuestra alma, cuando salen todos los demonios y se diluyen en el aire al exponerlos a la luz, como un vulgar vampiro de cuento, aparece esa luz en el fondo, el brillo de aquella piedra preciosa que quedó cuando se abrió la mítica caja: esa verde y hermosa piedra que es la esperanza, y que siempre dejamos en el fondo, oculta por nuestros miedos.
Contemplaba los silencios esta mañana y ahora sigo en silencio, cuando ya no hay tanto silencio alrededor porque aún bulle la ciudad en este otoño recién estrenado.
He conseguido hacer silencio en mí, por más ruido que entre por las ventanas, y en el silencio, como me ocurre cada vez que me detengo, me he encontrado con ÉL.
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