Preludio

Ya es 16, mi penúltimo martes de vacaciones. No penséis que lo digo con pena, todo lo contrario, y, para celebrar las alturas de mes a que estamos, el Señor me ha regalado con un amanecer lluvioso... oía llover entre sueños y, de hecho, recuerdo con claridad lo que Morfeo me estaba regalando como una extraña película en la que estaba en casa de unas amigas y oía la lluvia de fondo, yo no tenía paraguas y, sin saber cómo, cuándo ni por qué, había perdido una de mis botas... ¡Misterios de los sueños!
Cuando me he despertado, lo primero que he hecho ha sido dar gracias a Dios por este preludio de otoño que me ha regalado hoy: está nublado, hace bastante fresco y una brisa muy agradable, huele a tierra mojada y, como cada día en mi bendita casa, el silencio se respira. El silencio, eso sobre lo que ya he escrito alguna vez y que me asombra tanto, porque es el modo del conocimiento: en silencio se estudia, se concentra la mente, se disecciona la realidad que nos rodea, cada acontecimiento que vivimos y en silencio lo procesamos en nuestra mente, o nuestra alma, según de lo que se trate.
En el silencio se oye el Amor de Dios; en el silencio palpamos su caricia, su beso de Padre, su consuelo ante nuestro llanto, su perdón; ¡el perdón!. En este Año de la Misericordia, que ya va cumpliendo sus últimos meses, hemos oído hablar del perdón y de la misericordia en muchas ocasiones, en la Misa, en catequesis, en los discursos del Santo Padre a jóvenes y mayores... Ojalá que no nos acostumbremos a oír hablar de él, que siempre nos asombre el misterio de ese perdón sin condiciones que Dios nos concede cada vez que nos reconocemos débiles, pecadores y metedores de pata profesionales ante él cuando nos acercamos a confesarnos con un sacerdote.
A veces es un problema eso de la costumbre, porque dejamos de valorar las cosas. Eso pasa con muchos de los milagros que vivimos cada día: que hemos despertado y estamos vivos, que tenemos todo un día para hacer el bien a los demás, para ser felices, para darnos cuenta del mundo tan hermoso en que vivimos, para cuidar de él... tantas cosas pequeñas que ya tenemos incorporadas a nuestra rutina y que prácticamente no tenemos en cuenta. No digamos ya si subimos a planos más trascendentes: el beso de buenos días de la esposa, de la madre; el saludo con el vecino o el compañero de trabajo (mejor si lleva la sonrisa puesta); o el encuentro con Cristo en la Eucaristía diaria, nada más grande ni más hermoso que esto último: tener el privilegio de poder hablar con Él y recibirle cada día, estar unos minutos con él dentro de mí y poderle hablar y pedirle por todos los que quiero y también por los que no me quieren, a ver si así al menos me pueden tragar un poquito...
Y, como venía diciendo antes, el encuentro con Cristo se hace en silencio, en el silencio de mi ser, con mi alma despejada y puesta para que Él se ponga cómodo y así se quede un poco más conmigo. En el silencio, su mirada y la mía se cruzan y el mundo -mi mundo- se para, mis sentidos se suspenden y sólo quedamos Él y yo. Como dos enamorados a los que sobra tiempo y espacio, que no oyen ni escuchan nada más que sus propias miradas, fijas y profundas hasta lo más recóndito de su ser.
Se nota este preludio de otoño en mi alma, vienen recuerdos de tiempos pretéritos, de comprar libretas nuevas, libros, etc. Tiempos aquellos de excitación infantil ante el curso nuevo que iba a comenzar, de ojear libros a ver lo que iba a estudiar durante el curso, esos olores a papelería que ya se han casi perdido en los grandes centros comerciales. Preludio de otoño es preludio de nostalgias, pero no de amargura, sino de felicidad por la vida plena que hasta hoy Dios me regala. Plena por lo vivido y absolutamente completa gracias a Él.

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