Sin adorno

Así está. Tal y como es, sin añadido alguno. Y debo decir que es realmente hermosa, preciosa y única. Una talla pequeñita, pero grande, humilde como aquella mujer nazarena a la que representa y que jamás necesitó de ningún adorno para convertirse en el ser más excepcional que ha pisado esta tierra.
Estaba yo contemplándola, cuasi absorta, y una señora mayor se me ha acercado para preguntar, con cierta preocupación en su voz, dónde estaba la Virgen, si es que aún no la habían puesto en su sitio tras su fiesta, ocurrida hace unos días. "¡Pero si está ahí! ¡Esa es!", le he contestado con mi mejor sonrisa y una cara de satisfacción como la de una madre señalando dónde estaba su niño, el más guapo de todos. "¿Esa?", me ha preguntado de nuevo la señora. "Sí, esa, ¡a que es una preciosidad!". Y, al instante, el gesto de preocupación se ha convertido en alegría, cuando ha podido ver la imagen completa. "Verá, es que le ponen un montón de cosas encima, que si la corona, que si el manto...; pero ésta es la imagen de verdad, tal cual es", le he terminado de explicar. La señora ha comprendido y ha caído en la cuenta de la maravilla de la talla en sí, así, sin aditivo alguno. Me ha dado las gracias con una gran sonrisa y se ha puesto a rezarle "a su Virgen", como hace todas las tardes a la misma hora, antes de la misa de las siete.
Ella, la llena-de-gracia, la joven nazarena que se fió del Señor sin preguntar y sin rechistar, no necesita adornos externos. Esta imagen, la de mi Virgen, a la que empecé a rezar no hace mucho y a la que ya quiero con todo mi corazón, la de "la Capilla", me tocó el corazón la primera vez que la vi sin "vestir", tal y como quedó después de una restauración no hace muchos años. Y me enamoró.
No necesita adornos, ni joyas, ni alhajas, porque lleva la mayor de todas en brazos: su Hijo. El mayor regalo que Dios jamás ha concedido a ningún mortal: llevar a su hijo en las entrañas y luego, compartir treinta años con él, años que se quedaron para ella, que sólo ella conoció y disfrutó y de los que no sabemos nada, pero que debieron ser especialmente hermosos para los dos: madre e hijo.
María, la de la Capilla, no necesita ningún añadido porque Dios se los concedió: llena de gracia, concebida sin pecado alguno, y el mayor de todos: Madre de Jesucristo, y, por expreso regalo de su propio Hijo, Madre nuestra. Un gran regalo también para nosotros.
Sin adornos, allí, esperando a que vayamos a verla (como todas las madres, que nos esperan siempre), a contarle lo que nos pasa por el corazón, lo que nos preocupa, lo que sentimos, por quién lo sentimos y también, porque hay que hacerlo con todas las madres, para decirle cuánto la queremos, cuánto necesitamos que nos dé la mano para no perdernos en nuestras propias oscuridades; para pedirle que nos perdone porque demasiado a menudo nos olvidamos de ella y, como siempre, sólo acudimos cuando truena....
María, la llena-de-gracia, la de la Capilla, la que todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta firme en su fe, ruega por nosotros.

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