Una furtiva lágrima
Preciosa aria de ópera que estaba oyendo en voz de José Carreras, mientras estaba revisando archivos en mi ordenador; para limpiar siempre me pongo música y mi portátil necesita una buena limpieza de archivos viejos.
Mientras miraba nombres que ya apenas recordaba a qué se referían, más ocultos aún por los iconos de windows 10 que aún no domino, me he encontrado las fotos de mi caída a los infiernos de mi realidad más dolorosa y temida, cuando hace unos años se me terminó de descomponer la vida entre las manos y... sin darme cuenta, una furtiva lágrima ha caído desde mis ojos.
Recuerdos duros y amargos de desamor y abandono total, imágenes oscuras de noche lluviosa y fría de invierno que me hicieron caer en la cuenta de aquel caballo de Troya que había entrado en mi vida. De su vientre salieron los pérfidos aqueos, guiados por aquel Odiseo (o Ulises, como se prefiera), "fecundo en ardides" e inventor de tan venenoso regalo, y desbarataron lo que yo pensaba que era un estado de presunta e imperfecta felicidad.
Los griegos arrasaron todo a su paso, no quedó alma con vida en mi historia ("temo a los griegos, incluso a los que traen regalos", había advertido aquel sacerdote troyano antes de ser devorado por la serpiente marina, emisaria de un Posidón furioso contra Troya); todo mi pasado se desmoronó como un castillo de naipes y, cuando se consumó el incendio y la destrucción del reino de Príamo, yo, Hécuba, reina viuda y huérfana de hijos muertos en la guerra y de hijas esclavizadas, lloré y me lamenté por no haberme dado cuenta de lo que se cernía sobre mi familia...
Pero lamentarse no sirve de nada, ni las pérdidas se recuperan, ni las historias cambian por más veces que se ruegue al cielo...
Sólo había una solución y era la del ave fénix: resurgir de las propias cenizas, tierra buena y fecunda donde puede crecer el árbol más fuerte y bello del mundo. La semilla ya estaba, pequeña y enterrada, muriendo para dar como fruto un árbol fuerte, frondoso y verde, verde brillante como la mejor y mayor esperanza que jamás pudiera imaginar. Creció y creció, hasta hacerse el rey de mi alma, de mi jardín particular. Y ahí se yergue, poderoso y firme.
Ya no hay lágrimas amargas, ya no hay dolor porque el tiempo viejo murió; si hay llanto es porque rebosa mi corazón de felicidad y ese llanto es el que riega ahora ese árbol en que se ha convertido mi vida desde entonces. Sus raíces, profundas, se clavan en la Cruz de Cristo, fuertemente abrazadas a ella, se alimentan cada día de Él, verdadera comida y bebida; el tronco es robusto (que no gordo) y sus brazos se levantan hacia el cielo, igual que mis ojos, fijos en ese cielo que me espera, en esa mirada que ansío ver, en ese encuentro final que llegará cuando Él quiera, porque yo soy para mi amado y mi amado es para mí. En sus manos dejo mi hoy, mi mañana y mi siempre; él será quien decida la fecha de nuestro encuentro final.
Una furtiva lágrima ha originado estas letras, otras las están terminando, pero no tienen comparación con las primeras. Ahora, sólo es gozo, alegría y amor a borbotones que mana de la Cruz y me lleva a la Luz, a Él.
Mientras miraba nombres que ya apenas recordaba a qué se referían, más ocultos aún por los iconos de windows 10 que aún no domino, me he encontrado las fotos de mi caída a los infiernos de mi realidad más dolorosa y temida, cuando hace unos años se me terminó de descomponer la vida entre las manos y... sin darme cuenta, una furtiva lágrima ha caído desde mis ojos.
Recuerdos duros y amargos de desamor y abandono total, imágenes oscuras de noche lluviosa y fría de invierno que me hicieron caer en la cuenta de aquel caballo de Troya que había entrado en mi vida. De su vientre salieron los pérfidos aqueos, guiados por aquel Odiseo (o Ulises, como se prefiera), "fecundo en ardides" e inventor de tan venenoso regalo, y desbarataron lo que yo pensaba que era un estado de presunta e imperfecta felicidad.
Los griegos arrasaron todo a su paso, no quedó alma con vida en mi historia ("temo a los griegos, incluso a los que traen regalos", había advertido aquel sacerdote troyano antes de ser devorado por la serpiente marina, emisaria de un Posidón furioso contra Troya); todo mi pasado se desmoronó como un castillo de naipes y, cuando se consumó el incendio y la destrucción del reino de Príamo, yo, Hécuba, reina viuda y huérfana de hijos muertos en la guerra y de hijas esclavizadas, lloré y me lamenté por no haberme dado cuenta de lo que se cernía sobre mi familia...
Pero lamentarse no sirve de nada, ni las pérdidas se recuperan, ni las historias cambian por más veces que se ruegue al cielo...
Sólo había una solución y era la del ave fénix: resurgir de las propias cenizas, tierra buena y fecunda donde puede crecer el árbol más fuerte y bello del mundo. La semilla ya estaba, pequeña y enterrada, muriendo para dar como fruto un árbol fuerte, frondoso y verde, verde brillante como la mejor y mayor esperanza que jamás pudiera imaginar. Creció y creció, hasta hacerse el rey de mi alma, de mi jardín particular. Y ahí se yergue, poderoso y firme.
Ya no hay lágrimas amargas, ya no hay dolor porque el tiempo viejo murió; si hay llanto es porque rebosa mi corazón de felicidad y ese llanto es el que riega ahora ese árbol en que se ha convertido mi vida desde entonces. Sus raíces, profundas, se clavan en la Cruz de Cristo, fuertemente abrazadas a ella, se alimentan cada día de Él, verdadera comida y bebida; el tronco es robusto (que no gordo) y sus brazos se levantan hacia el cielo, igual que mis ojos, fijos en ese cielo que me espera, en esa mirada que ansío ver, en ese encuentro final que llegará cuando Él quiera, porque yo soy para mi amado y mi amado es para mí. En sus manos dejo mi hoy, mi mañana y mi siempre; él será quien decida la fecha de nuestro encuentro final.
Una furtiva lágrima ha originado estas letras, otras las están terminando, pero no tienen comparación con las primeras. Ahora, sólo es gozo, alegría y amor a borbotones que mana de la Cruz y me lleva a la Luz, a Él.
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