Conversiones
Hoy he escuchado de nuevo el relato de la conversión de Saulo, camino de Damasco. Es de los más impactantes del libro de los Hechos de los Apóstoles, por lo que supuso para aquella Iglesia naciente el cambio de rumbo en el celo del propio Saulo (después Pablo) y también por lo que implicó para el mismo Pablo, que aprendió -como luego dijo del propio Cristo- sufriendo, a obedecer el mandato del Señor. Esa caída ante la luz de la divinidad, ese pasar del "lado oscuro" a la luz de la fe no se hace en soledad, "siempre hay alguien que nos lleva desde la oscuridad hasta la luz", ha dicho hoy el sacerdote en su homilía. Y tiene razón; una, que ha sufrido en carne propia ese desierto de tinieblas que supone no saber para dónde ir cuando la vida te deja sola en medio de una encrucijada de caminos, cuando es noche en tu alma, no puede dejar de dar gracias al Señor por esos lazarillos que ha puesto en mi camino para llevarme hasta la Luz, hasta Él.
Pero el regalo de la conversión no se queda ahí, sino que va un poco más allá. A Saulo, ciego, lo llevaron a casa de un tal Judas y allí esperó la llegada de Ananías, de quien le dijo el propio Cristo que sería el que le devolviera la vista. También todos tenemos algún Ananías por ahí, que, fiándose de lo que le dice el Señor, viene a nosotros para devolvernos la vista, que en realidad es devolvernos a la vida, para que, desde ese momento, nada sea igual.
Convertirse es cambiar el rumbo 180º, es abandonar la mochila que llevabas puesta, librarte de ella, de esas escamas que hoy son el prestigio, el dinero, la posición social, el ser bien visto por los demás, y tantos lastres que nos sobran, para quedarte sólo con lo puesto (porque el Señor se encargará de todo lo que te haga falta) y comenzar a hablar, a contar la experiencia del encuentro personal con el Señor a todo el que se te ponga por delante; sabiendo que, igual que le ocurrió a Pablo, los que te conocían se preguntarán qué es lo que te ha pasado, incluso algunos dirán que se te ha ido la pinza, que tú no eras así antes; habrá quien no se fíe de la profundidad y de la verdad del cambio operado en ti, pondrán en tela de juicio lo que hagas y te criticarán, porque te han conocido antes y conocen tus acciones anteriores, que igual iban en contra de lo que ahora estás predicando. También Pablo lo expone en sus cartas: "Te basta mi gracia", es la respuesta que una y otra vez le da el Señor. "Mi fuerza está en la debilidad", le dirá también. No es fácil, porque el camino de la Luz siempre pasa por la Cruz; esa es una verdad que tenemos clara los cristianos, no hay manera de serlo sin llevar cada uno su propia cruz; la diferencia, lo que de verdad hace que merezca la pena conocer a Cristo y decidirse por él, es que nuestra cruz no pesa nada, es liviana y ligera porque Él mismo nos ayuda a llevarla. Desde fuera habrá quien diga que "ay, que lástima de mujer, la vida que le ha tocado vivir", o "qué habrá hecho para merecer que Dios la castigue así". A esta última expresión, he de contestar que yo no he hecho nada; no me merezco la salvación que Cristo me trajo con su muerte y resurrección. Nadie se la merece porque es pura gracia, puro regalo de Dios, puro don gratuito porque nos ama hasta el extremo, tal y como lo demostró en el Gólgota. La cruz -mi cruz- es mi mayor gozo, porque en ella estoy clavada con Él.
"Dios ha escogido lo necio del mundo, lo despreciable" para hacerlo vehículo de su salvación, de la inmensa y buenísima noticia de la redención. Justo eso es lo que hizo una vez conmigo, cuando me encontré con él y no le reconocí al principio, pero después me llamó por mi nombre y, como María Magdalena, le grité "Rabbí", y desde entonces nada volvió a ser igual.
Hoy recordamos la vocación de Saulo - Pablo; todos tenemos una vocación, yo, gracias a Dios, he encontrado la mía y la amo profundamente. Doy infinitas gracias al Padre por mis lazarillos y por mi Ananías particular, que bien sabe quien es cuando lea estas letras.
Pero el regalo de la conversión no se queda ahí, sino que va un poco más allá. A Saulo, ciego, lo llevaron a casa de un tal Judas y allí esperó la llegada de Ananías, de quien le dijo el propio Cristo que sería el que le devolviera la vista. También todos tenemos algún Ananías por ahí, que, fiándose de lo que le dice el Señor, viene a nosotros para devolvernos la vista, que en realidad es devolvernos a la vida, para que, desde ese momento, nada sea igual.
Convertirse es cambiar el rumbo 180º, es abandonar la mochila que llevabas puesta, librarte de ella, de esas escamas que hoy son el prestigio, el dinero, la posición social, el ser bien visto por los demás, y tantos lastres que nos sobran, para quedarte sólo con lo puesto (porque el Señor se encargará de todo lo que te haga falta) y comenzar a hablar, a contar la experiencia del encuentro personal con el Señor a todo el que se te ponga por delante; sabiendo que, igual que le ocurrió a Pablo, los que te conocían se preguntarán qué es lo que te ha pasado, incluso algunos dirán que se te ha ido la pinza, que tú no eras así antes; habrá quien no se fíe de la profundidad y de la verdad del cambio operado en ti, pondrán en tela de juicio lo que hagas y te criticarán, porque te han conocido antes y conocen tus acciones anteriores, que igual iban en contra de lo que ahora estás predicando. También Pablo lo expone en sus cartas: "Te basta mi gracia", es la respuesta que una y otra vez le da el Señor. "Mi fuerza está en la debilidad", le dirá también. No es fácil, porque el camino de la Luz siempre pasa por la Cruz; esa es una verdad que tenemos clara los cristianos, no hay manera de serlo sin llevar cada uno su propia cruz; la diferencia, lo que de verdad hace que merezca la pena conocer a Cristo y decidirse por él, es que nuestra cruz no pesa nada, es liviana y ligera porque Él mismo nos ayuda a llevarla. Desde fuera habrá quien diga que "ay, que lástima de mujer, la vida que le ha tocado vivir", o "qué habrá hecho para merecer que Dios la castigue así". A esta última expresión, he de contestar que yo no he hecho nada; no me merezco la salvación que Cristo me trajo con su muerte y resurrección. Nadie se la merece porque es pura gracia, puro regalo de Dios, puro don gratuito porque nos ama hasta el extremo, tal y como lo demostró en el Gólgota. La cruz -mi cruz- es mi mayor gozo, porque en ella estoy clavada con Él.
"Dios ha escogido lo necio del mundo, lo despreciable" para hacerlo vehículo de su salvación, de la inmensa y buenísima noticia de la redención. Justo eso es lo que hizo una vez conmigo, cuando me encontré con él y no le reconocí al principio, pero después me llamó por mi nombre y, como María Magdalena, le grité "Rabbí", y desde entonces nada volvió a ser igual.
Hoy recordamos la vocación de Saulo - Pablo; todos tenemos una vocación, yo, gracias a Dios, he encontrado la mía y la amo profundamente. Doy infinitas gracias al Padre por mis lazarillos y por mi Ananías particular, que bien sabe quien es cuando lea estas letras.
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