Ramos
Hemos comenzado la Semana Santa. La mañana ha empezado pronto para mí, que he asistido a la celebración con una querida y buena amiga, conocida no hace mucho tiempo, pero que es de las mejores personas que Dios ha puesto en mi camino en los últimos tiempos. Gentilmente me ha invitado a tomar un rico desayuno de domingo, en el que hemos podido disfrutar de conversación, compañía y buenas viandas. Al volver ya a casa, me han venido recuerdos de tiempos infantiles,cuando la Semana Santa era una fiesta para compartir salidas y tapeos en familia, y el domingo de ramos era (sí, así, con minúsculas) una fiesta de estreno de ropa y cervecitas. Hoy ha cambiado mi percepción, gracias a lo que he ido aprendiendo a lo largo de mi vida adulta, y he vivido el Domingo de Ramos de otra forma: celebración, porque toda Eucaristía lo es, pero también acompañamiento de Cristo en su Pasión y Muerte, desde la meditación y lectura del evangelio de San Lucas que la liturgia nos ofrece para este año.
Puede parecer algo accesorio dentro del relato, pero hoy -no sé por qué, cosas del Señor- la frase que me ha impactado de verdad ha sido la del "buen" ladrón: "¿Ni siquiera temes a Dios estando en el mismo suplicio? Y al menos, tú y yo pagamos por el delito que cometimos, pero éste no ha hecho nada malo". Éste ha sido mi resumen de la pasión de Cristo: Él no hizo nada malo, sino todo lo contrario, pasó haciendo el bien, curando cuerpos y almas, demostrando la misericordia y el amor infinitos de Dios, nos explicó que todos somos hermanos porque somos todos hijos queridos de Abba, de un Dios al que podemos llamar "papá". Y terminó ajusticiado como un delincuente, en el peor de los suplicios (aparte de lo que tuvo que sufrir antes, en manos de la soldadesca romana y del ensañamiento de los guardias del templo).
Al menos, nosotros, pecadores continuos, sí que tenemos culpas por las que cumplir penas, pero Tú, Jesús, Tú no has hecho nada más que amarnos hasta el extremo, enseñarnos que debemos amar sin medida al prójimo (que es la medida que solemos tener para nosotros), que hay que devolver bien por mal y que, además, debemos rezar por los que nos maldicen, nos persiguen y, en general, nos hacen la vida imposible. ¿Qué delito hay en eso?
El delito de echarnos en cara nuestra propia iniquidad, nada más y nada menos. El poder establecido, nuestra sociedad de bienestar no puede soportar ver la realidad de su retrato, somos los Dorian Gray de ahora, bellísimos por fuera gracias a que todas nuestras penalidades y delitos se van dibujando en ese retrato escondido que llevamos en el alma.
Ante semejante cuadro, sólo me brota una expresión desde el fondo del corazón, esperando, anhelando, la misma respuesta que dio Cristo ante la petición: "Señor, acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino".
Puede parecer algo accesorio dentro del relato, pero hoy -no sé por qué, cosas del Señor- la frase que me ha impactado de verdad ha sido la del "buen" ladrón: "¿Ni siquiera temes a Dios estando en el mismo suplicio? Y al menos, tú y yo pagamos por el delito que cometimos, pero éste no ha hecho nada malo". Éste ha sido mi resumen de la pasión de Cristo: Él no hizo nada malo, sino todo lo contrario, pasó haciendo el bien, curando cuerpos y almas, demostrando la misericordia y el amor infinitos de Dios, nos explicó que todos somos hermanos porque somos todos hijos queridos de Abba, de un Dios al que podemos llamar "papá". Y terminó ajusticiado como un delincuente, en el peor de los suplicios (aparte de lo que tuvo que sufrir antes, en manos de la soldadesca romana y del ensañamiento de los guardias del templo).
Al menos, nosotros, pecadores continuos, sí que tenemos culpas por las que cumplir penas, pero Tú, Jesús, Tú no has hecho nada más que amarnos hasta el extremo, enseñarnos que debemos amar sin medida al prójimo (que es la medida que solemos tener para nosotros), que hay que devolver bien por mal y que, además, debemos rezar por los que nos maldicen, nos persiguen y, en general, nos hacen la vida imposible. ¿Qué delito hay en eso?
El delito de echarnos en cara nuestra propia iniquidad, nada más y nada menos. El poder establecido, nuestra sociedad de bienestar no puede soportar ver la realidad de su retrato, somos los Dorian Gray de ahora, bellísimos por fuera gracias a que todas nuestras penalidades y delitos se van dibujando en ese retrato escondido que llevamos en el alma.
Ante semejante cuadro, sólo me brota una expresión desde el fondo del corazón, esperando, anhelando, la misma respuesta que dio Cristo ante la petición: "Señor, acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino".
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