Despojarse
Es el principal requisito para ser feliz. Recuerdo un cuento de mi infancia: "La camisa del hombre feliz". Trataba de un hombre muy, muy rico y muy, muy enfermo que ofreció su fortuna a cambio de un remedio para su mal. Después de muchos médicos, un medio brujo le dijo que lo único que le hacía falta era "la camisa de un hombre feliz". El rico envió a muchos mensajeros en todas direcciones para que buscaran a ese hombre feliz y le ofrecieran lo que él pidiera a cambio de su camisa. Después de muchos viajes y de mucho tiempo, uno de sus enviados consiguió la dirección del que calificaron como un hombre feliz de verdad. Tras de un largo viaje, llegó a la humilde cabaña de un campesino, que le recibió con una amplia y sincera sonrisa; después de compartir con él la escasa comida que tenía, el mensajero le comunicó el encargo que tenía, pero descubrió que el hombre feliz, no tenía camisa.
No necesitamos nada para ser felices, sólo despojarnos de todo lo que ocupa nuestro corazón y que no nos sirve para nada: egoísmos, soberbias, materialismos, ganas de destacar, de que nos alaben... no voy a seguir porque no hace falta. Todos sabemos lo que llevamos a cuestas o a rastras en nuestras vidas. Muchos vamos así por la vida, como Jacob Marley, el socio de Ebenezer Scrooge, el de "Cuento de Navidad", de Dickens: cadenas que nos anclan al suelo, hechas de esas cosas que se nos van quedando pegadas y que sólo lastran nuestro corazón y le impiden volar libre por el cielo. "Quiso volar igual que las gaviotas/ir por el aire, por el aire libre/y los demás pensaron: "pobre idiota,/no sabe que volar es imposible", así comienza una preciosa canción de Alberto Cortez.
"Pobre idiota" es lo menos que nos dicen a los que ya hemos conseguido ganar altura y hacer piruetas y disfrutar del viento en la cara; o si nos ven una sonrisa en la cara cuando vamos por la calle, nos miran como pensando yo qué sé qué cosa.
Cuando te despojas de los trastos viejos del corazón, con ellos se van los fantasmas que te atormentan en sueños; ganas en confort, porque el alma se te expande en todo el sitio libre que le has dejado. Éste es el momento en que miras al cielo y caes en la cuenta de lo poco que eres, porque te ves tal y como eres, sin añadidos, sin ropajes extraños, sin maquillaje: tú, con tus virtudes y tus defectos. Ese momento puede ser más o menos traumático, según lo que nos diga el espejo, pero será un momento de auténtico gozo si lo aprovechamos para, desde ese ser humilde y despojado, permitir que Dios habite en nosotros y se quede para siempre. Entonces sí que volaremos por el aire libre, y nos importará un bledo si nos llaman idiotas o lo que quieran, porque estaremos en las mejores manos posibles: las de Dios.
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