Miopía

Ya estamos en Cuaresma. Ese tiempo con mala fama entre el común de los mortales, que lo asocia con privación, castigo y oscuridad. Pero yo no lo veo así. Será porque ahora tengo gafas nuevas, de ésas que te ponen por causa de la edad, que ya te hace poner los pies en el suelo y darte cuenta de que, al fin y al cabo, ya mismo te caen cincuenta encima... sí, amigos. Serán cincuenta en no mucho tiempo.
Pero yo veo este tiempo de otra forma. Hace muchos años me tocó hablar en una reunión de amigos cristianos, que se saludaban con un "¡De colores!", sobre la Cuaresma. Y salió a relucir un color: el morado. Así son las vestiduras litúrgicas con que se revisten los sacerdotes estos cuarenta días hasta la pascua cuando van a celebrar la Eucaristía. Es un color que se asocia con la penitencia (también en Adviento se revisten de este color), pero también es el color que anuncia el cambio, la renovación, esa primavera que está a la vuelta de la esquina y que va a sembrar de vida nuestros campos y balcones. Sí, porque la Cuaresma son cuarenta días de ayuno y penitencia, pero no por eso son cuarenta días de tristeza. Es preparación para la alegría y la fiesta, es la poda de los sarmientos viejos que ya no valen para la vida, que sólo suponen un lastre que mermaría la calidad de los frutos de la próxima cosecha.
La Cuaresma es vida latiendo por dentro, esas raíces que crecen fuertes y profundas hacia dentro; esa savia que se empieza a renovar en nuestras venas, ese limpiar de raíz todo lo malo, todas la toxinas -como se dice ahora, que llevamos puestas para dejar sitio a la vida nueva que nos hará renacer en la Pascua, cuando todo se queme en una hoguera y de ahí se encienda ese Cirio Pascual que será signo de la Resurrección de Cristo, el Dios-hombre que nos trajo la mayor y mejor de las noticias: que Dios nos ama por encima de nosotros mismos, que sale todos los días a todas las horas a los caminos para ver si nos da por volver sobre nuestros pasos, con la cabeza gacha, sí, porque en este tiempo es cuando tenemos que convertirnos, es decir, pararnos a pensar en qué estamos haciendo de nuestra vida, en si el estrés de cada día no nos deja ser felices porque estamos más pendientes de lo de fuera que de lo de dentro; de si somos Marta o María, o ninguna de las dos porque hemos caído en el "cosiqueo", como decía un amigo de años atrás.
La Cuaresma es tiempo de hacer un stop en nuestra vida: de parar el tren porque vemos mariposas revoloteando delante, de bajarnos a ver qué narices le pasa a la luz de la locomotora para descubrir que, gracias a esas mariposas, no nos hemos caído por un puente que ha desaparecido. Gracias a esas mariposas que nos molestan tanto, a esas luces que se nos encienden en nuestros salpicaderos y que nos avisan de que hay algo que no funciona en nuestro interior, nos paramos y llevamos nuestro coche al taller, no sea que... Pues de eso se trata en la Cuaresma: de llevar nuestro corazón y nuestra alma al taller, a ver qué nos pasa, no sea que... Lo que este tiempo nos pide no es otra cosa que eso: pararnos a revisar y, como seguramente hay algo que no funciona bien -o que, directamente, no funciona- ir al taller/confesonario para que revisen y nos dejen todo bien puesto a punto.
Pocas cosas conozco con tan mala fama como el Sacramento de la Reconciliación (Penitencia, confesión, como queramos llamarle), y eso que es un sacramento. Pero, ea, que el pobre tiene mala fama y no porque se la haya ganado a pulso, no. Somos nosotros los que le damos esa mala fama, porque -reconozcámoslo- no nos gusta reconocer que nos equivocamos, que metemos la pata, que no somos tan estupendos como nos pensamos, y, claro, cuesta muchísimo trabajo dar nuestro brazo a torcer delante de un sacerdote, porque nos da tanta vergüenza, no digamos ya si hace mucho tiempo que no lo hacemos... Para ésos a quienes no les gusta, recomiendo que se lean la parábola del hijo pródigo en el Evangelio de San Lucas, capítulo 15. Ahí, en la figura de ese padre, está retratado todo lo que ocurre en el Sacramento de la Confesión: un padre que sale cada día para ver si su hijo vuelve a casa y, cuando le ve llegar, le da el mayor de los abrazos y hace la mayor de las fiestas, porque pensaba que estaba perdido y lo ha encontrado, pensaba que estaba muerto y ha vuelto a la vida.

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