La destrucción del anillo

"Ya no está. ¡Se ha ido!" Con esas seis palabras, Frodo Bolsón intentaba explicar su sensación tras la destrucción del anillo único, fundido en los fuegos del Monte del Destino. Así ha sido hoy. Como si la inmensa carga plomiza y gris que se había aposentado por un eterno instante en mi alma, desapareciera de golpe. Esa sensación del vacío que queda tras su desaparición y, a continuación, la sensación de alivio, de poder respirar, libre otra vez.
¡Cómo es el corazón de las personas! Qué pronto nos acostumbramos a lo bueno, a no tener problemas, a vivir en paz y despreocupados porque pensamos que nada malo nos puede ocurrir. Y, cuando más tranquilos estamos, viene ese nubarrón oscuro, pesado y denso como tormenta en agosto, y nos crea en el alma esa sensación de asfixia, de falta de aire, de falta de visión porque todo se vuelve oscuridad en un segundo, porque se nos obstruyen las entendederas y no somos capaces de reaccionar como se debe, ya que la primera que tenemos es un profundo suspiro y "...¡con lo bien que iba todo! ¡con lo a gusto que estaba!..." u otras por el estilo.
Pues sí, en lo más llano nos caemos y, encima, no nos levantamos, sino que nos quedamos ahí, llorando a ver si viene mamá a recogernos del suelo... Pero es que ya, hijo mío, tienes canas y muchos años, así que toca levantarse solito. ¿Seguro? ¿Solo, solo, del todo? No. Yo, al menos, no me he levantado sola ni ésta ni otras veces. Siempre he tenido ayuda terrenal y sobrenatural. Terrenal, porque Dios me ha puesto varios ángeles de la guarda en mi camino, que están pendientes cuando ven que me pasa algo y me ayudan a remontar, siempre están ahí. Gracias, Dios mío, no concibo un regalo mayor que el de los buenos amigos, ésos que sabes que son para siempre, pase lo que pase y que, como leí no hace mucho se nota a kilómetros que me quieren a centímetros. Por muy lejos que estemos, siempre estaremos cerca.
¿La otra ayuda? la de siempre: la mano tendida de Dios Padre que me ama infinitamente. Nada como hablarle desde el corazón, contarle sin tapujos (si él ya lo sabe, ¿para qué dar vueltas?) lo mal que estoy en ese momento y pedirle que me vuelva a coger en brazos y me lleve, que estoy cansada y agobiada y que voy a él, a que me mime un poco... ¡Y va y lo hace! Según voy rezando, noto que mi corazón y mi alma se ensanchan y se llenan de su paz, de su amor, de ese amor tan grande y gratuito por mí y mi historia personal. El consejo de mi mejor amigo ha sido: "Tú, firme", y creo que ha sido un buen consejo y lo pienso seguir: yo, firme en mi vida y en mi Padre Dios, que es quien de verdad sabe lo que me conviene y el que me ayuda en cada traspiés que doy, justo cuando más a gusto estaba.

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