El último parapeto

El otro día estuve en el oculista para mi revisión anual. Esperaba un cambio de lentes a más aumentos por cosas de la edad, que no nos perdona ni una dioptría, pero me salió un resultado que, con sinceridad, no me esperaba. "¡Es que tú te has empeñado en llevar gafas, cuando no te hacen falta!", me dijo el médico. Me quedé ojiplática, ¿que no me hacen falta las gafas? ¡Pero si no veo ni torta cuando me pongo al ordenador! Como es lógico y normal, le pregunté a qué se debía esa afirmación tan tajante y me contestó que, tal y como tengo ahora mismo la vista, las progresivas que me puse hace ya un par de años, me las he de colocar sólo cuando trabajo (o sea, para ver la pantalla del ordenador) y que para el resto del día no lleve ningunas.
Salía de la consulta exultante, como si de repente hubiera rejuvenecido y vuelto a mis años mozos, cuando no las necesitaba para nada. Y esto me hizo pensar en algo que ya me venía pasando desde hace un tiempo: me estorbaban las gafas, no sé explicar el porqué de la sensación, pero era como si tuviera una valla en la cara, como si necesitara ir a rostro descubierto por la calle.
La reflexión fue inmediata: eran mi último parapeto ante la vida: a pesar de mi cambio de perspectiva y de actitud ante la vida, aún quedaba un resquicio de -no sé cómo llamarlo- reparo a ir con la cara al viento... Es algo extraño, parecía como si mis gafas fueran un parabrisas que me "protegía" de la intemperie total y absoluta, y ya hasta eso me sobraba.
Al día siguiente de ir al médico, salí de casa en dirección al trabajo ya sin gafas, contenta y exultante por mi nuevo "estado facial". Me daba el aire fresquísimo en la cara y, para mi sorpresa y mayor contento, veía perfectamente aun en la oscuridad del inicio del día. Al llegar al trabajo comprobé que aún las necesitaba para poder ver bien lo que había en la pantalla del ordenador, pero algo había cambiado. El estatus de mis gafas era diferente: había bajado bastantes peldaños en la escala y se habían convertido en una herramienta más de trabajo, ya no tenían la doble función de correctoras de vista y de -sí, ¿por qué no llamarlas así?- muletas en las que todavía se apoyaba mi comodidad de poderme "esconder" detrás de algo.
Algunos de mis amigos y lectores de blog saben a qué me refiero cuando hablo de muletas, esas que nos fabricamos a lo largo de la vida y en las que nos apoyamos para evitar tener que ir derechos y firmes, con las ideas claras y pisando con seguridad por la vida. Esas excusas de mal pagador que nos inventamos y hasta nos creemos para no ser consecuentes del todo con aquello que decimos creer porque implica demasiado esfuerzo, o renuncias a las que no estamos tan dispuestos como pudiera parecer. Son de muchos colores, formas y tamaños, y cada uno, en el fondo, conoce muy bien cómo son las suyas. Sí, hablo en plural porque nunca se trata de una sola, sino de varias o incluso muchas.
Es necesario soltarlas y echar a andar solitos, que ya somos mayores para ir en taca-taca, por más trabajo que nos cueste o pereza que nos dé. Hay que echarle arrestos a la vida y a lo que cada día nos trae y salir a torear los mansos que nos suelten.
Cuando de verdad soltamos las muletas y nos fiamos de la Providencia, cuando de verdad damos ese salto de fe al vacío, confiados en que no nos vamos a caer porque Dios mismo nos va a sujetar entre sus manos y él va a ser quien nos guíe, en el mismo instante que hacemos eso, se activa el gps que tenemos en nuestra alma. El Espíritu Santo se erige en director de orquesta y consigue verdadera música de nosotros. Sí. Es verdad. Y es tan sencillo como eso: soltar las muletas, eliminar los últimos parapetos y tirarse en plancha a las manos de Dios.
No es un deporte de riesgo en absoluto, es la mayor de las aventuras y el arnés lo pone Dios. ¡Ánimo, valientes! ¡A dar el salto!

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