Crujidos
Ya ha llegado el frío, aunque no sé si ha sido para quedarse o sólo para recordarme en qué mes del año estoy. Ese frío se que cuela por la más mínima rendija que exista en casa y se hace sentir enseguida. El frío que nos hace valorar el calor de una manta o de ese pijama de felpa; ése que, cuando entramos en calor, nos hace sentir en casa, refugiados, reconfortados. El frío que pilla desprevenidas a las casas, a los muebles, a todo eso que está presuntamente inerte y que también se queja de frío, esos crujidos que oímos de vez en cuando en estos días, cuando todo se empieza a dar cuenta de que se termina el año, de que llegan las heladas, cuando las plantas se paran, dejan de crecer y caen todas las hojas caducas, muertas.
También es el tiempo de sentir crujidos en el alma, por todas las guerras que tenemos alrededor y las que tememos que vengan; por todas las guerras que tenemos en casa y que parece que no están porque ya nos hemos acostumbrado a ellas. Éstas son las que debemos vencer: las civiles dentro de la familia. Decía la Beata Madre Teresa de Calcuta que, si quieres la paz mundial, empieza por llevarla a tu familia. Y tiene razón, la única solución a la guerra es vivir en paz en la propia familia, pero no la paz como ausencia de conflictos, porque muchas veces callar y esconder debajo de la alfombra no es la solución, sino el agravamiento del problema. La paz de alma que viene de escuchar, comprender y acoger al otro, de pedir perdón y sentirse perdonado (también por uno mismo); la de amar profundamente y a fondo perdido al que tenemos al lado (esposo, esposa, hijos, padres...); la que produce el agradecimiento al otro por cada detalle, por cada palabra amable, por facilitarnos la vida sin que lo pidamos; por tantas y tantas cosas que no nos damos cuenta que hacen por nosotros cada día.
Esa paz, que sólo se siente cuando estamos en paz con nosotros mismos y con Dios, es la que de verdad para las guerras, porque no las deja que empiecen; porque a cada chispa de conflicto le responde con una caricia, con una sonrisa, con un "perdona, es verdad, llevas razón", y así desarma al enemigo, que no es otro que nuestro propio yo-mi-me-conmigo, nuestro egoísmo que siempre está ahí, al acecho, pendiente de cualquier rendija por la que se pueda colar y hacernos crujir, y así, hacer crujir el mundo.
Otoño, frío, hojas que caen... tiempo de cambios. Pero los cambios no tienen por qué ser a peor, si nosotros no queremos. Dios es nuestra brújula (o nuestro gps), él es quien nos dice dónde está el norte, que es justo la dirección en la que está el cielo en la tierra, su Reino -sí, ese que oíamos ayer en Misa que no es de este mundo-. El único Norte: el Amor. Ahí, en su Amor, también crujiremos, pero del abrazo que el nos dará cuando volvamos a su casa, que es donde está el verdadero calor de hogar.
También es el tiempo de sentir crujidos en el alma, por todas las guerras que tenemos alrededor y las que tememos que vengan; por todas las guerras que tenemos en casa y que parece que no están porque ya nos hemos acostumbrado a ellas. Éstas son las que debemos vencer: las civiles dentro de la familia. Decía la Beata Madre Teresa de Calcuta que, si quieres la paz mundial, empieza por llevarla a tu familia. Y tiene razón, la única solución a la guerra es vivir en paz en la propia familia, pero no la paz como ausencia de conflictos, porque muchas veces callar y esconder debajo de la alfombra no es la solución, sino el agravamiento del problema. La paz de alma que viene de escuchar, comprender y acoger al otro, de pedir perdón y sentirse perdonado (también por uno mismo); la de amar profundamente y a fondo perdido al que tenemos al lado (esposo, esposa, hijos, padres...); la que produce el agradecimiento al otro por cada detalle, por cada palabra amable, por facilitarnos la vida sin que lo pidamos; por tantas y tantas cosas que no nos damos cuenta que hacen por nosotros cada día.
Esa paz, que sólo se siente cuando estamos en paz con nosotros mismos y con Dios, es la que de verdad para las guerras, porque no las deja que empiecen; porque a cada chispa de conflicto le responde con una caricia, con una sonrisa, con un "perdona, es verdad, llevas razón", y así desarma al enemigo, que no es otro que nuestro propio yo-mi-me-conmigo, nuestro egoísmo que siempre está ahí, al acecho, pendiente de cualquier rendija por la que se pueda colar y hacernos crujir, y así, hacer crujir el mundo.
Otoño, frío, hojas que caen... tiempo de cambios. Pero los cambios no tienen por qué ser a peor, si nosotros no queremos. Dios es nuestra brújula (o nuestro gps), él es quien nos dice dónde está el norte, que es justo la dirección en la que está el cielo en la tierra, su Reino -sí, ese que oíamos ayer en Misa que no es de este mundo-. El único Norte: el Amor. Ahí, en su Amor, también crujiremos, pero del abrazo que el nos dará cuando volvamos a su casa, que es donde está el verdadero calor de hogar.
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