Uno al día

Sí. Cada día es así. Al final de la jornada, cuando parece que va haciendo menos calor y ya el cansancio empieza su reinado en mi persona; cuando ya estoy pensando en lo que tengo que hacer mañana y preparando las viandas para el día siguiente, a esa hora en que se va acercando la puesta de sol (cada día un minuto menos de luz y uno más de noche).
Es entonces cuando acudimos los dos a la cita: yo, ilusionada como una novia que se prepara para recibir al amor de su vida y tú, como siempre, aparentemente invisible pero visiblemente presente en la humildad del pan sin levadura y del vino.
Y cada día, milagro, vienes  y te haces presente y real en mí, por dentro y por fuera. Y me llenas, me plenificas, me das sentido a mi existencia, a mis pros y a mis contras, me ayudas a rellenar esos huecos que se quedarían vacíos sin remedio de no ser por ti. Me enseñas cada día algo nuevo y, como en el mejor romance del mundo, cada día conozco algo más de ti, porque de mí poco puedo mostrarte que no conozcas: "tú sabes todo, Señor, tú sabes que te quiero", es lo único que te puedo decir. Y es cierto: me conoces, sabes todos mis entresijos, mis mecanismos, mis engranajes, pero no los fuerzas para que sean como tú querrías que fueran, sino que los dejas ser para que, con tu ayuda, puedan funcionar a la perfección, sin chirridos, sin roces, suaves, bien ajustados.
Gracias por tu milagro diario, por tu encuentro diario, por tu amor continuo y sin reservas por mí, demostrado, hecho patente y presente en cada tarde; por quedarte a vivir conmigo y ser la razón de mi existir, mi vida y mi pasión.

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