Don Penséque y Don Creíque
Alguna vez he dicho a amigos míos que si me dieran
un euro por cada vez que yo he oído en mi trabajo “pensé que…” o “creí que…”,
es más que posible que no tuviera ninguna hipoteca por pagar. Y soy consciente
de que aún me quedan muchísimas veces de oír la misma expresión u otras
parecidas.
Resulta que estos dos personajes son muy conocidos
para los que nos movemos en este mundo del matrimonio. Me recuerdan estos dos a
la “ojalatería” tan conocida por muchos (“ojalá…”) y que en no pocas ocasiones
forma parte de nuestro día a día.
Y es que sólo hay una manera de evitar que Don
Penséque y Don Creíque formen parte de nuestro caminar como pareja: conocer al
otro y dejarlo ser. Sólo dejando que el otro sea tal y como es,
conociéndolo, y aceptándolo, podemos llegar a amarlo de verdad.
No estoy diciendo que esto sea fácil; todos tenemos
la tendencia natural a querer que el otro sea como nos gustaría que fuera.
Pero, ¿hay algo que de verdad merezca la pena, y que sea fácil de conseguir? Creo
que no. No obstante, cuando alcanzamos una pequeña meta, qué felicidad, qué
alegría produce ver que el otro es feliz porque se ha dado cuenta de que es
aceptado y amado sin condiciones.
“Pensé que iba a cambiar…” Si queremos que alguien
cambie su forma de ser es porque en realidad no le queremos como es, porque nos
hemos hecho una imagen de él o de ella y a quien de verdad queremos es a la
imagen. Para eso, sería más productivo hacerle una foto, ponerle un marco muy
precioso y jurarle amor eterno a la foto. Además, tendría la ventaja de que,
con ella (con la foto), no se discutiría jamás y en la imagen siempre estaría
guapísimo/a, joven y sonriente.
Nadie cambia si no quiere hacerlo. ¿Cuándo puede
alguien cambiar de verdad? Cuando es consciente de la necesidad de hacerlo por
el bien suyo y por el de aquella persona a la que ama. ¿Cómo se puede uno dar
cuenta de eso? Muy sencillo: con el diálogo. Pero el diálogo no es querer llevar
la razón siempre, ni estar preparando la siguiente respuesta mientras habla el otro, ni poner verde al otro porque “voy a ser sincero contigo”.
Dialogar es, esencialmente, escuchar (tenemos dos
orejas y una sola boca, por lo tanto hay que escuchar, al menos, el doble de lo
que se habla) y preguntar aquello que no se entiende de lo que el otro nos está
diciendo.
Dialogar es aceptar que el otro puede tener razón y
yo no. Que el otro puede darme una serie de argumentos que a mí no se me
habrían pasado jamás por la cabeza. Que, aunque me duela, hay aspectos o
actitudes mías que al otro le pueden hacer daño o que, simplemente, no le
gustan. Igual que ocurre al contrario. Ninguno somos perfectos.
Sólo a través del diálogo sereno, tranquilo y meditado podemos llegar a la comunicación con el otro. Sólo así podemos conocer realmente al otro. Sin imposiciones. Con humildad. Con sencillez. Sólo así podremos amar con toda la profundidad de nuestra alma al otro.
Sólo a través del diálogo sereno, tranquilo y meditado podemos llegar a la comunicación con el otro. Sólo así podemos conocer realmente al otro. Sin imposiciones. Con humildad. Con sencillez. Sólo así podremos amar con toda la profundidad de nuestra alma al otro.
Termino con una cita de S. Juan Crisóstomo, de una homilía dirigida a
unos jóvenes esposos, a los que sugería hacer el siguiente razonamiento a sus
esposas: “Te he tomado en mis brazos, te
amo y te prefiero a mi vida. Porque la vida presente no es nada, mi deseo más
ardiente es pasarla contigo de tal manera que estemos seguros de no estar
separados en la vida que nos está reservada... pongo tu amor por encima de
todo, y nada me será más penoso que no tener los mismos pensamientos que tú
tienes”.
Comentarios
Publicar un comentario