Y los sesos, también

Hay un famoso refrán que dice que la primavera la sangre altera, pues yo añado que los sesos, también. Andaba una con una rebelión de hormonas tardías, sombría y cabizbaja, pesando en qué pecado habría cometido para llevar tamaña nube negra sobre mi testa, cuando, de repente, esperando a que un semáforo me dejara cruzar la calle, me dio por mirar al cielo... y me quedé estupefacta ante la preciosidad de cielo que había sobre mí: una legión de jirones de nubes, perfectamente alineados, paralelos entre sí (para una lela, o sea la menda), delicados, semitransparentes, iban moviéndose gracias a la brisa que los llevaba en volandas... "¡Y tú, mirando al suelo! ¡es pa' matarte!", me dije entre mí.
Y llevaba razón. ¿Cómo podía tener esa estrechez de miras a estas alturas de mi recién estrenada mitad de vida? ¿Cómo me podía permitir el lujo de vegetar a medio metro bajo el suelo con tamaña maravilla encima de mí? Dicho y hecho. Después de dar infinitas gracias al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo (a los que llevaba bastantes días dando la tabarra para que me sacaran de mi pozo particular), y de agradecer también a María Santísima su colleja en mi cogote, merecidísima sin ninguna duda, salí del pozo para contemplar mejor el precioso cielo que esta mañana se me entregaba gratis, como todo lo que Dios nos regala cada día desde el amanecer hasta la puesta de sol.
Ay, bendita y puñetera primavera, que cruzas cables sin ton ni son, que soliviantas las neuronas y las hormonas del personal, que nos obligas a claudicar ante ti, ante la explosión de la vida que nos hace sentirnos chiquitines y, por qué no decirlo, mayores ante tanta juventud revoloteando ante nuestras cuarentonas narices... ¡Ay, juventud, divino tesoro que te vas para no volver!, como dijo el poeta. ¡¡Y mejor que no vuelva!!, añado de mi cosecha, porque, a pesar de las goteras que empiezan a salir, de esa nueva perspectiva que da la casi cincuentena, no quiero volver a la juventud. Estoy mejor que bien donde y cuando estoy; éste es mi sitio, mi lugar en el mundo. Cada día descubro algo nuevo en lo conocido y algo que no conocía hasta ese momento, y me encanta descubrir lo nuevo y aprender de lo viejo, para darme cuenta de que la juventud es un accidente temporal que se supera con los años y que desemboca en la espléndida madurez que me da seguridad en mí misma, en mis sentimientos, en mis principios y en mi razón para vivir: dar gracias cada día a Dios por ser consciente de que soy su hija, querida mimada y educada por y para él.

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