Dejar ser

Dice Jorge Bucay, el psicólogo y escritor argentino, que cada vez que nos encontramos con alguien que, con el corazón entre las manos, nos permite ser quienes somos, invariablemente nos transformamos. Porque el verdadero amor no es otra cosa que el deseo inevitable de ayudar al otro para que sea quien es. Mucho más allá de que esa autenticidad sea o no de mi conveniencia. Mucho más allá de que, siendo quien eres, me elijas o no a mí para continuar juntos el camino.” (El camino del encuentro, p. 267-276)
Es muy difícil llegar a conseguirlo, aceptar completamente la forma de ser del otro, del que camina a nuestro lado (esposo o esposa, hijos, hermanos, padres, amigos, etc.). A todos nos cuesta trabajo (a veces mucho) dejar que nuestro prójimo sea tal y como es, no intentar que cambie a como nosotros querríamos que fuera. No nos damos cuenta de que si él o ella cambiaran, dejarían de ser quienes son y, posiblemente, ya no los querríamos igual que antes; porque amamos a la persona, con lo que nos gusta y con lo que no nos gusta de ella. Eso es lo grande del amor: que abarca a toda la persona completa.
El gran secreto de la convivencia en armonía es dejar ser al otro. Cuando yo amo a alguien, lo que deseo es que esa persona llegue a ser todo lo que pueda ser, que explote todo su potencial, que se desarrolle total y absolutamente, aunque eso implique que se aleje de mí. En el caso de los hijos, ¿qué mayor orgullo para unos padres que su hijo consiga la mejor titulación o el mejor de los trabajos? Aunque se tenga que ir a Australia, si es allí donde está su futuro, el mejor porvenir para él. Qué difícil es aceptar que los hijos no son de nadie, sino de sí mismos y de Dios. La misión de los padres es conseguir que un día esos niños pequeños que tanto los necesitaron en un principio, sean dueños de su propia vida y que tengan las ideas muy claras sobre lo que está bien y lo que está mal, que no se dejen llevar por los vientos que hoy soplan por todos lados.
La mejor herencia hoy para un hijo es dotarlo de unos valores morales y de un criterio claro para que sean capaces de decidir por sí mismos sobre su vida y su futuro. Sólo así serán buenos padres el día de mañana, personas coherentes con sus creencias y testimonio para los hijos que puedan tener en un futuro.
Y en el caso de la pareja, ¡cuántas veces hemos oído eso de “ya lo cambiaré”! ¡Qué gran error! Primero, porque nadie cambia si no quiere cambiar. Segundo, porque… qué poco amas a una persona si lo que quieres es modelarla a tu antojo, para que sea como tú quieres que sea (aunque sea “por su bien”, esa excusa que tantas veces hemos oído o incluso dicho). Me viene a la memoria ahora mismo el pasaje del Evangelio de aquel que veía la paja en el ojo ajeno y no veía la viga en el propio. Todos tenemos defectos, y más vale que seamos conscientes de ello antes de ponernos a decirle al otro que debe cambiar en esto o en aquello. Pues en el terreno del matrimonio, esto se puede aplicar a todos: antes de ponernos a echar la bronca al otro, un poquito de reflexión, pensemos que no somos tan perfectos como nos creemos y que seguro que el otro tiene otra “lista negra” de cosas de nosotros que no le gustan. Quizá sería ese un buen ejercicio: conocer un poco más al otro, pararnos y fijarnos en nuestro marido o nuestra mujer, o nuestro novio o novia, y hacer por conocerlo más, porque no se ama lo que no se conoce. Merece la pena intentarlo, ¿no?

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