¿Casarse? ¿Para qué?

En una sociedad que prima la utilidad de las cosas y también de las personas, ¿para qué “sirve” casarse por la Iglesia?
En una sociedad que no mira al futuro, sino que se centra en el “carpe diem” más salvaje, que vive completamente al día, sin pensar en el mañana ¿casarse para siempre?
En una sociedad que no mira hacia el cielo, sino hacia su propio ombligo, ¿casarse según Dios? ¿Y quién es “ese” para decirme lo que tengo que hacer?
En una sociedad que ve al no nacido y al que va a morir como cosas prescindibles, ¿apertura a la vida?
Parece una batalla perdida... Por todas partes nos llueven datos de divorcios, abortos, ancianos y enfermos “aparcados” y olvidados, y parece que la “cultura de la muerte” está ganando terreno. Pero creo que no, que no es así.
Un buen amigo mío dice que las cosas malas no son más que las buenas, pero que hacen más ruido y más bulto, y por eso parece que van ganando. El mal acaba devorándose a sí mismo y el bien siempre perdura. Sólo hay un problema y es parece que no nos lo acabamos de creer, que no nos hacemos oír lo suficiente, que no hemos sido hábiles ni “astutos como serpientes” y que nos hemos quedado durante demasiado tiempo como “cándidas palomas”. ¡Hay que despertar, señores y señoras!
Tenemos que gritar al mundo que el matrimonio por la Iglesia merece la pena. Que el día que decidimos tirar del mismo carro y compartir la misma suerte con nuestro marido o nuestra mujer, fue el mejor de nuestra vida; el comienzo de la verdadera VIDA, porque tenemos desde entonces el mejor de los compañeros de viaje: Dios.
¿Casarse? ¿Para qué? Qué pregunta más tonta, ¡pues para ser felices! Para, si Dios quiere, tener hijos algún día y criarlos, y contarles que tienen un Dios que les quiere como nadie lo podrá hacer jamás, que les dio el mayor regalo del universo cuando les hizo hijos suyos, que –además- vive en casa, con la familia, que les acompañará siempre y que les prepara una mesa para que disfruten del banquete de la Eucaristía con él siempre que quieran.
¿Casarse? ¿Para qué? Para vivir en nuestra propia carne y en nuestra alma el amor, pero el amor con mayúsculas. Ese amor profundo que te llena, que le da sentido a la vida, que te hace levantarte por las mañanas y dar gracias a Dios por ese nuevo día con él.
¿Casarse? ¿Para qué? Para demostrarle a todo el mundo que es posible apostar por una persona y compartir la vida con ella hasta el final. Que ser fiel no cuesta trabajo, que es algo que sale solo porque es una decisión propia y personal, tomada por amor y renovada cada día.
¿Casarse? ¿Para qué? Para ser testigos del amor humano y del amor divino en nuestra vida; del inmenso regalo que supone el matrimonio, construir cada día una familia, y de tener como maestro de obra al mismísimo Dios Padre, dándote ánimos y dirigiendo tus pasos.
¿Cómo podemos guardarnos tan gran noticia? ¡No tenemos ningún derecho a privar al mundo de conocer lo que realmente significa ser amado por Dios!
Las familias cristianas debemos estar presentes en todas partes, dar testimonio con nuestras obras y también ser profetas: denunciar lo que no está bien hecho, pero no dentro de las iglesias, sino en el mundo, en la propia familia, en la escuela, en el trabajo... Sin miedo a que nos tachen de “beatos” o de que se rían de nosotros... “Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?”. Dice San Pablo en la segunda Carta a los Corintios que le pidió tres veces al Señor que lo dejara tranquilo, porque no podía más y que el Señor le dijo: “Te basta mi gracia. Mi fuerza se muestra en la flaqueza”. Pues eso. En nuestra propia debilidad, el Señor se hace fuerte. Así que, como dijo el propio Jesucristo cuando ascendía a los cielos, “id por todo el mundo y contad la buena noticia, porque yo estaré con vosotros hasta el final de los tiempos” (cf. Mt 28, 19-20).

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