Amor "sentimental"
“Debéis saber que no es lo mismo el amor sentimental
que el verdadero”, decía un entrañable sacerdote, ya fallecido, en la homilía
que predicó durante la celebración de una boda a la que asistimos mi marido y
yo. Se nos quedaron grabadas esas palabras porque son ciertas: no se pueden
confundir los términos.
Hoy en día, se vive en la sociedad del
“sentimiento”, lo que nos venden por televisión, cine y demás medios
audiovisuales –redes sociales incluidas- es la superficie, la sensación a flor
de piel, lo que se puede obtener sin demasiado esfuerzo, y que, cuando se deja
de sentir, se abandona y a otra cosa. La excusa para tirar la toalla a la
primera dificultad -comenta el Obispo de San Sebastián, Mons. Munilla, en su
charla “Siete claves del matrimonio y de
la familia cristiana”- es que hay que ser fiel a los sentimientos de uno
mismo. ¿Perdón? ¿Qué me está diciendo usted?. Pues eso, que “yo no me puedo
engañar a mí mismo”, “no puedo negar mis sentimientos”. Pero, ¿de qué está
hablando? ¿De verdad sabe lo que es el amor “verdadero”? Porque, ese
sentimiento del que me está hablando es el amor “sentimental”, que decía mi
amigo el cura.
El amor de verdad, el bueno, comienza con el primer
sentimiento, la primera atracción, cierto es, pero no se queda ahí. El hecho de
que una persona me parezca especial, distinta a las demás, que me den vueltas
mariposas por el estómago cada vez que está cerca de mí o que me recorra un
escalofrío por la espalda cuando su mano roza la mía, es sólo la punta del
iceberg. El siguiente paso es querer saberlo todo sobre él, sus gustos, sus
creencias, dialogar, hablar sobre lo divino y lo humano para poder amarlo todo
de él. Lo bonitos que tiene los ojos o su linda figura nos pueden servir para
un tiempo, pero no para siempre. La persona es muchísimo más que lo que se
puede vislumbrar en un primer momento.
A partir del conocimiento viene la aceptación y la
voluntad de amar. Cuando una persona es capaz de amar a otra a pesar de conocer
sus imperfecciones, de saber que tiene fallos –igual que todos-, empieza el
camino del amor verdadero. Que el otro sepa que le queremos tal y como es, que
lo consideramos digno de nuestro amor, y que, al mismo tiempo, nos entregamos a
él tal y como somos, eso es el amor verdadero.
Termino con una historia que oí hace ya mucho
tiempo, sobre lo que es el amor de pareja: Cada persona somos como un cuenco de
barro. Cuando conocemos a otra persona y nos enamoramos de ella, los dos
cuencos tienden a formar uno más grande, pero es muy difícil hacer uno solo a
partir de dos ya terminados. La solución: cada uno se tiene que romper, tiene
que perder parte de sí, para poder unirse al otro, que, a su vez, tiene que
deshacerse de parte de su ser. Esas dos mitades ya pueden componer uno más grande
porque han perdido parte de ellas mismas para construir algo mayor. Sin
embargo, hay resquicios, resaltos, partes que no acaban de encajar bien. Hay
que echar algo que pueda juntar esas dos partes, que las complete y ayude a convertir
esos dos en uno: eso es el amor, que une, suaviza y rellena las faltas de una y
otra mitad, al tiempo que da solidez al nuevo cuenco. Por eso, muchas personas,
cuando pierden a su marido o a su mujer, suelen expresarlo de la misma manera:
“Es como si me hubieran arrancado un trozo de mi ser”. Nada más cierto que eso.
Y ahora viene lo mejor: dentro de ese cuenco grande,
compuesto gracias al amor, Dios Padre derramará su gracia a través del
sacramento del matrimonio. El cuenco se llenará y mientras más reparta la
gracia que recibe, más recibirá de Dios Padre. Y así para siempre. Otra razón
más para dar gracias a Dios por el regalo del matrimonio.
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