Gracias
Tan sólo una palabra, pero ¡qué palabra! Gracias.
Sólo al decirla ya estamos actuando en favor de la paz y la buena voluntad. Si, además, le añadimos una sonrisa verdadera, de las que salen del corazón, multiplicamos por infinito su fuerza.
"Gratis lo recibisteis, dadlo gratis", nos dice el Señor. Y es cierto. Conocerle, ser beneficiarios de su salvación, no nos ha costado nada: Él lo pagó todo, y con creces, en la cruz. Gracias a Él (de nuevo, la palabra), somos hijos de Dios y herederos de su gloria. ¡Cómo podemos quedarnos impasibles ante tamaña noticia! ¡¡Somos hijos de Dios!! ¡De todo un Dios cuyo amor por nosotros no cabe en todo el universo!
Yo soy testigo de todas las maravillas que ha hecho y que continúa haciendo en mi vida, son tantas y tan grandes sus atenciones conmigo y los míos, que ni en un millón de vidas podría siquiera darle las gracias por el diez por ciento de todo.
Y sólo pide, a cambio, que le quiera y que ese amor lo muestre en obras con los demás y que cada día hable con él y que, cómo no, también le deje hablar de vez en cuando (que algunas veces, nos ponemos a "rezar" y aquello parece la lista de la compra...). Sólo eso, reconocerle como el Padre que se asomaba a la calle para ver si volvía su hija perdida... hasta que un día me vio aparecer. Salió corriendo a mi encuentro y, sin dejarme siquiera pedirle perdón, me abrazó e hizo una gran fiesta por mí. ¡¡Y aún estoy en la fiesta con Él!! Y no tengo ninguna intención de volver a irme de su casa, ninguna.
"El Señor ha estado grande con nosotros y estamos alegres", dice el salmo 126. Yo no puedo decir menos que eso y unirme al cántico de María: "Proclama mi alma la grandeza del Señor; se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador, porque ha mirado la humillación de su esclava". Ojalá cada día me parezca más a María, que se fió desde el primer momento de Dios, que se fió de la promesa de su Hijo de que resucitaría al tercer día, que es mi intercesora ante Dios, la que me lleva de la mano desde que le pedí ayuda; y nunca me ha soltado desde entonces. Gracias, María, gracias a ti también, la Madre del Señor, mi Madre del cielo. No me dejes nunca, ni abandones tampoco a los que te invocan de corazón.
Sólo al decirla ya estamos actuando en favor de la paz y la buena voluntad. Si, además, le añadimos una sonrisa verdadera, de las que salen del corazón, multiplicamos por infinito su fuerza.
"Gratis lo recibisteis, dadlo gratis", nos dice el Señor. Y es cierto. Conocerle, ser beneficiarios de su salvación, no nos ha costado nada: Él lo pagó todo, y con creces, en la cruz. Gracias a Él (de nuevo, la palabra), somos hijos de Dios y herederos de su gloria. ¡Cómo podemos quedarnos impasibles ante tamaña noticia! ¡¡Somos hijos de Dios!! ¡De todo un Dios cuyo amor por nosotros no cabe en todo el universo!
Yo soy testigo de todas las maravillas que ha hecho y que continúa haciendo en mi vida, son tantas y tan grandes sus atenciones conmigo y los míos, que ni en un millón de vidas podría siquiera darle las gracias por el diez por ciento de todo.
Y sólo pide, a cambio, que le quiera y que ese amor lo muestre en obras con los demás y que cada día hable con él y que, cómo no, también le deje hablar de vez en cuando (que algunas veces, nos ponemos a "rezar" y aquello parece la lista de la compra...). Sólo eso, reconocerle como el Padre que se asomaba a la calle para ver si volvía su hija perdida... hasta que un día me vio aparecer. Salió corriendo a mi encuentro y, sin dejarme siquiera pedirle perdón, me abrazó e hizo una gran fiesta por mí. ¡¡Y aún estoy en la fiesta con Él!! Y no tengo ninguna intención de volver a irme de su casa, ninguna.
"El Señor ha estado grande con nosotros y estamos alegres", dice el salmo 126. Yo no puedo decir menos que eso y unirme al cántico de María: "Proclama mi alma la grandeza del Señor; se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador, porque ha mirado la humillación de su esclava". Ojalá cada día me parezca más a María, que se fió desde el primer momento de Dios, que se fió de la promesa de su Hijo de que resucitaría al tercer día, que es mi intercesora ante Dios, la que me lleva de la mano desde que le pedí ayuda; y nunca me ha soltado desde entonces. Gracias, María, gracias a ti también, la Madre del Señor, mi Madre del cielo. No me dejes nunca, ni abandones tampoco a los que te invocan de corazón.
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