Érase una vez

Érase una vez,  una venerable octogenaria, sooooorrdda como una tapia de hormigón armado, que fue llamada como testigo. La señora se presentó con tiempo para no llegar tarde a la citación, en concreto una hora larga antes. Venía acompañada de un hijo y de una nieta.
Fue el hijo quien, después de acomodar a mamá en una silla de la sala de espera, se acercó hasta el despacho de la Secretaría del Tribunal para preguntar, mientras mostraba el sobre de la citación: “¿Esto es aquí?”
Múltiples respuestas podrían haber sido dadas ante semejante pregunta: “No, eso es un sobre”; “¿esto qué es lo que es?”, etc., pero, entendiendo que preguntaba si habían llegado al Tribunal, se le respondió: “Sí, es aquí.” Enseguida, el hijo reconoció que era demasiado pronto, pero que su madre quería venir “con tiempo”. “¡Pues va a tener mucho!”. El hijo sonrió y se volvió a la sala de espera.
A continuación comenzaron una serie de signos premonitorios de lo que después acontecería en la sala de sesiones:
La secretaria va a la sala de espera y pide a la señora el carnet de identidad para poner sus datos en la declaración. “¿¿QUÉ DICE??” Contestó la señora un poco más alto de la costumbre. El hijo, con una sonrisa algo forzada, mirando con cara de disculpa, dijo: “Es que mi madre no oye bien”. Inmediatamente la nieta, que estaba sentada al otro lado de la señora, se levanta y, a unos dos centímetros de la oreja derecha de su abuela, grita: “¡¡QUE SI TIENES EL CARNÉ!!”. “¡AH, SÍ, AHORA LO BUSCO!”, contestó la abuela, un tanto aliviada por la llegada de nueva información.
En ese momento sacó de un minúsculo bolso, un diminuto monedero del que salieron expulsados varios billetes de cinco y de veinte euros, hechos una maraña entre sí y cada uno consigo mismo. “No, aquí no está”... “Espera, que lo tengo aquí mismo”... “No, esto tampoco es”... La señora comenzó a ponerse cada vez más nerviosa y los billetes continuaban con su intención de fugarse del monedero, hasta que ella los cogió a todos y, en justo castigo a su perversidad, los hizo un lío con una mano, de la que le quedaron disponibles para seguir buscando el carnet sólo dos dedos.
El hijo volvió a mirar a la secretaria con la misma cara de disculpa y le echó una sonrisa de “¡hay que ver cómo son los abuelos!”. La nieta intentó buscar en el monedero de la abuela, pero recibió un manotazo de “¡TATE QUIETA!”. Al fin, apareció el carnet.
La perspectiva de una declaración de esta señora era gloriosa: ella, sorda como un corcho y el sr. juez instructor que siempre habla bajito. ¡Para grabarlo!
Cuando llegó el juez, la secretaria le advirtió de la peculiar audición de la testigo. “¡Ay, madre!. Me fumo un cigarro y empezamos en cinco minutos” fue la respuesta del Sr. Juez.
Llegó la hora de la verdad: con un gesto de cabeza, la secretaria indica a la señora testigo que es el momento de declarar. No sin dificultad, la señora se levantó de la silla al tiempo que decía eso tan conocido de “una ya no está para estas cosas”, y se encaminó hacia la sala.
Se acomodó en la silla, y le dijo al juez con la voz un poco fuerte: “ES QUE YO ESTOY MAL DEL OÍDO, ¿SABE USTÉ?”. El juez le dijo que sí con la cabeza y comenzó con la primera pregunta:
- “¿Sabe usted a qué viene aquí?”
- “¿QUEEEEEEE?”. Mirada a la secretaria: “Nena, que no me entero de lo que dice.”
El juez sube un poco más la voz: “que si sabe usted a lo que viene aquí.”
- “¿QUEEEEEEE?”. Nueva mirada a la secretaria: “Nena, que no, que no lo oigo.”
- “Verá usté, es que el oído izquierdo lo tengo perdío del tó, y por éste –dijo señalando la oreja derecha- oigo algo, pero muy poco.”
El juez dirigió una mirada entre la súplica y la ira a la secretaria, y musitó: “A verr cómo hacemos esto....”, al tiempo que empujó su mesa hacia la que había delante de la señora.
Un nuevo intento: “¡QUE SI SABE USTED A LO QUE VIENE!”
En ese instante, la señora se levantó de la silla mientras decía: “¡ahora verás como sí lo vamos a hacer bien!”, y, con una agilidad desconocida hasta entonces, se sentó justo al lado del sr. juez, quien no salía de su asombro ante la resolución de la anciana.
Cuando se hubo sentado justo al lado del juez, le dijo: “Es que, como estoy mal del oído, verá usté como ahora sí que me entero... a ver, ¿qué quiere saber usté?”
Y así se tomó la declaración, como si estuvieran en la peluquería el juez y la testigo. Terminada la declaración, cuando la señora ya se estaba despidiendo, le dice al juez: “¿Ha visto como lo hemos podido hacer al final?”. “Mis hijos están todo el día dando la lata con que me ponga un audífono, pero yo les digo: ¡bastante tenéis con vuestra vida! ¡a mí, dejadme, que yo sé lo que tengo que hacer!”.
Diga usted que sí, señora, con dos orejas...

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