Érase una vez... un móvil

Trabajar de cara al público tiene siempre ventajas e inconvenientes. Soy lo que podemos llamar un bicho raro, porque si Dios quiere, serán con éste veinticinco los años que llevo en esta bendita empresa, así que las anécdotas vividas son innumerables.
He aquí una de ellas, escrita tras el paso del tiempo, pero no por ello menos actual. ¡Ay, los móviles! ¿Se acuerda alguien de cuando no existían?
Pero, vamos con el relato:
No recuerdo cuándo fue, pero sí que sucedió. Una mañana, vino un señor, que tenía que prestar declaración en una causa.
El hombre no es que estuviera nervioso, no. Es que no paraba quieto ni un momento, preguntando a cada momento cuándo empezaría y cómo tenía que dirigirse al juez y cómo tenía que hablar y cómo… Su abogado hacía un soberano ejercicio de paciencia y contestaba a todas sus preguntas, al tiempo que intentaba tranquilizarle todo lo posible, quitando hierro a lo que iba a suceder.
Era en aquel tiempo en que empezaron a ser populares los teléfonos móviles, y ya empezaban a mostrar lo impertinentes que pueden llegar a ponerse en algunas situaciones. Pues bien, ésta es una de ellas.
Cuando el juez salió de su despacho, los demás nos dirigimos hacia la sala de vistas, que describiré con brevedad, para que se pueda hacer el lector una idea de cómo era: se trataba de una gran habitación, con sillas de brazo en varias filas (ideadas en un principio para que en aquella sala se pudieran también dar conferencias o clases). Estas sillas ocupaban, más o menos la mitad de la sala. Al fondo, un gran pirograbado ocupaba toda la pared y servía al mismo tiempo de anticipo de lo que esperaba al declarante, que se sentaba justo de frente al mismo: un Calvario al que no le faltaba nada más que el soldado romano. Estaba Cristo, muerto en la cruz y a sus pies la Virgen María y San Juan. Justo delante, una tarima de más de veinticinco centímetros de altura, sobre la que estaba la mesa del Juez instructor y con el que se sentaba también el Defensor del Vínculo (como un fiscal, más o menos). El pobre declarante se tenía que sentar en una silla justo de frente a los dos sacerdotes, pero, eso sí, tenía la posibilidad de “parapetarse” tras una mesita, donde estaba la Biblia sobre la que se le pedía juramento de responder con la verdad. Para alivio de sus penas, la silla del declarante no era lo más moderno del mundo y su asiento había perdido toda la lozanía y tersura de la juventud, de forma que, en cuanto se sentaba, se hundía y se le subían las rodillas, con lo cual su posición quedaba aún más baja y mirando hacia arriba, hacia el juez.
Pues bien, esta mañana que cuento, el declarante perdió algo de su color cuando vio el pirograbado al fondo de la habitación, aunque guardó bien el tipo. Se le indicó que se sentara en su sitio y comenzamos la sesión. Tras la solemne petición de juramento por parte del juez, el buen hombre comenzó a tartamudear: “S-s-sí, ju-juro”.
Comenzaron las preguntas del juez y las respuestas del buen hombre, que intentaba no mostrar sus nervios, aunque con relativa frecuencia le traicionaban. Hay que reconocer que ninguna declaración en una causa de nulidad es agradable; a nadie se le escapa que los hechos que se cuentan -vengan de la parte que vengan- no sólo no son episodios de un fracaso de pareja, sino que siempre traen dolor y, a veces, algún comentario que la persona en cuestión lanza a modo de mecanismo de defensa, como un exorcismo a esos demonios del pasado que están rondando durante todo el rato.
Pues bien, durante el relato de este hombre, cuando parecía que se estaba tranquilizando, empezó a sonar un teléfono móvil: piripipi-piripipi-piiiii. Y otra vez, y otra vez, y otra vez… así hasta un montón. El Sr. Juez paró la declaración y le dijo: “Haga usted el favor de contestar al teléfono”. “¿Qué?” “¿Un teléfono?” “¿Dónde?”. El Juez se sonrió y dijo: “Le está sonando a usted. En ese bolsillo”, dijo mientras señalaba a la chaqueta del buen hombre. “¿¿A mííííí??”. Tan nervioso estaba que ni oía su propio teléfono, que insistía en sonar.
“¡Ah, sí! ¡¡Mi teléfono!!”. Vaya, por fin se dio cuenta. De repente, el buen hombre saca el teléfono aferrándolo con su mano derecha. El móvil seguía sonando y sonando; el hombre, con cara de espanto miraba al teléfono y luego al juez, al teléfono y de nuevo al juez. El Juez, con cara de “no me creo que esto esté pasando”, le pidió amablemente el teléfono para apagarlo él mismo, pero en ese momento, el declarante empezó a zarandear con furia el teléfono y gritándole: “¡¡¿¿Peero eesto coomo se paaaraaaaa??!!” El Juez le volvió a pedir el teléfono y entonces el hombre, sin mediar palabra, arrancó de cuajo la batería y se la echó a un bolsillo de la chaqueta, el resto del teléfono al otro, y dijo con cara de satisfacción, mirando al Juez: “¡¡Ea, ya no suena!!”.
Y es que, a grandes males, le arranco la batería al móvil.
Fin

Comentarios

Entradas populares