Todos, menos yo

No hace mucho, asistí a la declaración de una persona en el Tribunal donde trabajo. Me llamó la atención el relato que hizo de los hechos que conformaron su noviazgo y su matrimonio, y cómo todo se fue al traste en poco tiempo. También se extrañaba mucho el propio declarante, porque no se explicaba lo que había pasado: fueron novios, se casaron, nacieron los hijos y se separaron. Aparentemente, es un esquema clásico de matrimonio fracasado: muchas veces no se da uno cuenta de que la relación conyugal se le escapa entre los dedos como la arena de la playa.

Una historia triste, sin duda. Sin embargo, lo que más me llamó la atención no fue el final de la relación, sino lo que se deducía de los hechos que narraba esta persona: no había tenido la más mínima responsabilidad en el fracaso de su matrimonio, sino que toda la culpa era del otro. Por su culpa, por su culpa, por su gran culpa, se fue al garete una familia porque “no me comprendía”, “no me daba lo que yo necesitaba”, “no estaba ahí cuando le necesité”, y así todas las excusas imaginables. ¿Seguro que fue así? ¿De verdad se puede creer alguien que el cien por cien de la responsabilidad en un fracaso matrimonial es de una sola persona? Yo no. La frase evangélica de ver la paja en el ojo ajeno, pero no la viga en el propio no puede ser más cierta.

Con todo, estas actitudes me hacen pensar en la prevención, en el día a día de cualquier pareja, ¿cuántas veces intentamos echar la culpa al otro y nos escurrimos de nuestra propia responsabilidad? No está de más pararse de vez en cuando a reflexionar y darnos cuenta de que el matrimonio es cosa de los dos: tanto él como ella tienen defectos y virtudes, aunque quizás habría que enumerarlos al revés (como sucedía durante el tiempo de novios): virtudes y defectos. Quizá sería bueno hacer primero una lista de lo que nos gusta del otro y, después, caer de nuevo en la cuenta de que, justo por eso, nos enamoramos de él o de ella.

Hay algo muy importante que siempre debemos tener presente: es necesario amar al otro con los ojos abiertos (como dice Jorge Bucay), siendo conscientes y conocedores de cómo es el otro, y, al mismo tiempo, dejarle ser, hacer posible que el otro sea él mismo. Esto requiere en gran medida el olvido del yo y la donación desinteresada de nosotros mismos. No olvidemos que a amar se aprende amando, “no con las lecturas, ni con lo que te cuentan, sino con lo que te pasa. Y además, el amor no lo puedes dar nunca por aprendido: es de esas materias que uno las tiene que seguir dando hasta el día de su muerte.” (Norma Aleandro)

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