Amor y relatividad

Decía un refrán: “En este mundo traidor, nada es verdad ni mentira; todo depende del color del cristal con que se mira”. Una gran verdad en algunos casos, pero no en todos. Me explico. Vivimos una época en la que todo es “según el cristal-prisma-óptica-perspectiva-punto de vista...” que se le quiera poner. Nada es verdad ni es mentira, todo es relativo, como también dijo un sabio una vez. La relatividad es la única ley que impera a nuestro alrededor, no hay ninguna verdad universal, todos debemos respetar a los demás, sus criterios, ideas, formas de vivir, etc. Hay que luchar por la “alianza de civilizaciones”, que dijo otro señor, desterrar los dogmatismos, ser tolerantes con todos…. ¿A dónde quiero llegar con esto? Muy sencillo: a la situación en que hoy nos encontramos los que somos cristianos y católicos, los que pensamos y creemos que el fin nunca justifica –ni justificará- los medios.

Pues, mire usted por dónde, el primero que dijo que había que ser tolerante con todas las personas fue Cristo (“no juzguéis y no seréis juzgados”); el primero que abolió la ley del Talión también fue Cristo (“pues yo os digo… al que te abofetee en la mejilla derecha ofrécele también la otra” [Mt 5, 39]); el primero que liberó a una mujer que iba a ser lapidada por adúltera fue… ¡sí! ¡Jesucristo otra vez! (Jn 8, 3-12).

Dicho esto, me gustaría hablar de la relatividad dentro de la pareja. El amor conyugal no tiene nada de relativo. Que yo recuerde, entre las muchas características que posee el amor (y que S. Pablo relata magníficamente en su primera carta a los Corintios, cap. 13) la relatividad no es una de ellas. Por lo tanto, no creo que haya que aplicarla a la vida de pareja. Nada es “según...”; todo está relacionado y conectado entre sí, de forma que si hay algún daño, por pequeño que sea, se resiente el total de la pareja. Igual ocurre si es algo bueno.

El respeto por el otro es esencial, pero respetar no es dejar que el otro haga lo que le dé la real gana; es algo muy distinto. Es dejar que el otro sea como es, pero también hay que ayudarle a que sea cada vez mejor y cada uno tenemos que dejarnos ayudar por el otro, para eso existe la corrección fraterna –y eso es un deber entre cristianos-. Con caridad y con claridad debemos dialogar con nuestro esposo o nuestra esposa, si hay algo que pensamos que no está bien o que no nos gusta. El diálogo es para eso, no sólo para hablar de cómo nos ha ido el día o de lo que han hecho los críos en el colegio. Pero no olvidemos nunca que dialogar es escuchar y preguntar aquello que no entendemos de lo que se nos está diciendo. Es muy importante y básico tener presente que, si tenemos dos orejas y una sola boca es precisamente para escuchar el doble de lo que hablamos; y también que no por hablar más fuerte que el otro, vamos a tener la razón. Tampoco es solución darnos la vuelta ante los problemas como si no existieran; “si no los vemos, no están”. ¡Claro que están! Y se quedan en medio de la pareja, esperando a que lleguen otros y hagan el montón más grande, al tiempo que va aumentando la distancia entre los esposos.

El amor puede ser muy fuerte, pero también muy frágil; justo por eso es tan necesario cuidarlo día a día. Si queremos hablar con el otro de algún problema o de algún asunto delicado, tengamos siempre presente que nosotros no somos perfectos y que tenemos defectos que no vemos. Una fábula de Fedro cuenta que cuando Júpiter creó al hombre, le puso dos alforjas: en la de la espalda iban los vicios propios y en la del pecho, los ajenos. Por eso vemos siempre antes la paja en el ojo ajeno que la viga en el propio (esto también lo dijo Jesucristo, ¿verdad?).

Sólo una actitud abierta al diálogo, saber escuchar al otro, saber decir las cosas con caridad pero con claridad, será la manera de que el amor vaya creciendo al tiempo que nosotros, de que vaya madurando y se haga cada vez más fuerte.

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