Aclarando conceptos

No hace mucho tiempo, vi en televisión parte de un programa en el que una pareja iba a resolver sus diferencias en público y había una serie de señores y señoras que, tras una deliberación, les decían lo que tenían que hacer. Aparte del asombro que puede causar en una persona sensata la mecánica en sí del programita, a lo que quiero referirme es a esas personas concretas que aquel día estaban exponiendo sus puntos de vista. Lo resumo en unas breves líneas: se trataba de una pareja que se habían conocido años atrás y que resolvieron vivir juntos sin casarse; habían nacido dos hijas de esa unión y ahora, años después, había venido la discordia porque ella quería casarse y él no. El argumento del chico era que, después de tantos años juntos (eran ocho o diez), no veía por qué tenían que casarse ahora, si estaban bien, si no había problemas, si las hijas estaban creciendo felices, y si nunca habían tenido planteamientos de contraer matrimonio ni civil, ni de otra clase. El argumento de la chica era de tirar para atrás: quería vestirse de blanco, con velo, coche nupcial, banquete, “vivan los novios” y toda la demás parafernalia que rodea una boda con bombo y platillo, “porque a ella le hacía ilusión” y, lo que tiene más peso, “porque todas mis amigas lo han hecho así”. El chico se negaba, además, por todo el coste económico que podía suponer montar semejante bodorrio, pero ella estaba como una adolescente emberrinchada, casi dando pisotones en el suelo y repitiendo que a ella le hacía ilusión, mucha ilusión.

No sé cómo terminó el debate ni el consejo de los “expertos” sobre la cuestión. Simplemente, pensé que tenía más razón el chico que la chica. Por la coherencia de planteamientos, nada más. El matrimonio no es algo que “te hace ilusión” o algo que haces “porque todas tus amigas ya lo han hecho”. Es algo mucho más serio, más profundo y más hermoso.

El matrimonio -me refiero al canónico- tiene unos fines y unas propiedades que requieren reflexión por parte de aquellos que desean acceder a él. Si hiciéramos una encuesta por la calle, preguntando cuáles son los fines y las propiedades del matrimonio, no creo que muchos acertaran.

Los fines del matrimonio son dos: el bien de los cónyuges y el bien de la prole. Los dos están al mismo nivel, ninguno está por encima del otro. El matrimonio es para que la pareja que lo contrae sea feliz, tenga una verdadera comunidad de vida y amor, sean cónyuges (compartan el mismo yugo, tiren del mismo carro y en la misma dirección, ayudándose uno a otro) y construyan un consorcio de toda la vida. Consorcio significa compartir la misma suerte: estar siempre uno al lado del otro para lo bueno y para lo malo.

Las propiedades también son dos: la indisolubilidad y la unidad. El matrimonio es para siempre; el consentimiento dado un día no se puede disolver por la sola voluntad de los contrayentes. La otra propiedad, la unidad, se refiere a que el matrimonio es de un solo hombre con una sola mujer (no vale llevar ya un “suplente” o una “suplenta” por si falla el titular).

El matrimonio canónico es todo esto: se puede tomar en su totalidad o dejarlo en su totalidad. No se puede coger lo que es agradable y dejar lo que no gusta; entonces, no hay matrimonio. Cuando nos casamos por la Iglesia, lo hacemos para ser felices con esa persona concreta, para tener hijos (si Dios quiere), para siempre y sólo con esa persona. Así de simple.

Por desgracia, estas condiciones hoy no están muy de moda porque exigen algo que nuestra querida sociedad globalizada no acepta: el sacrificio por el otro, poner al otro por delante de nosotros; ése, y no otro, es el único secreto para que un matrimonio lo sea de verdad y para siempre.

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