Ἐφφαθά
“¡Ábrete!” (Mc 7,34). Ojalá se hiciese en mí ese milagro: abrir mis oídos y mis labios de modo que todo el mundo pudiera escuchar todo lo que tengo que decir desde hace milenios de silencio.
Ábreme los labios, Señor,
y mi boca cantará tu alabanza, pero también será usada para ejercer como
profeta: contará la verdad de la mentira que reina en esta tierra, que puebla
las vidas de los pobres de hambre y de espíritu, que enriquece a malvados,
ventajistas y demás aliados del demonio, auténtico rey de estos tiempos que
corren, en los que le rinden culto todos los que le han dado la espalda a Dios.
Hoy he leído una frase
que siempre me ha hecho pensar: “Satanás conoce tu nombre, pero te llamará por
tu pecado; Dios conoce tu pecado, pero te llamará por tu nombre”. Nada más real
que eso, porque el triunfo del maligno es hundirnos en la miseria que nos
rodea, hacernos creer con fe firme que no tenemos arreglo posible, que para qué
molestarse en ser buenos, si los malos ya han vencido…
Pero, como buen embustero
que es (padre de la mentira, le llama Jesús en Jn 8,44), sabe que una verdad a
medias es peor que una mentira. Es cierto que, según nos muestran los medios de
comunicación, parece que los malos llevan las de ganar en todo aquello que se
propongan. Sin embargo, eso está bastante lejos de la realidad de la Historia
de Salvación que Dios ya ha realizado, pues -como dice San Pablo en Ef 2,8-9-
estamos redimidos por pura gracia. El demonio -el mal, si se prefiere- solo
tiene penúltimas victorias, porque la última la definitiva, es de Dios. El
demonio era un ángel, un espíritu puro, que decidió enfrentarse a Dios, decirle
que no en la cara, y plantarle combate llevándose por delante todas las almas
humanas que pudiera para intentar desbaratar el plan de salvación de Dios. Con
todo, ¿desde cuándo una criatura es más poderosa que su Creador? Satanás, el
Diablo, el Demonio, como le queramos llamar, y todas sus huestes, jamás podrán
vencer a Dios. Esto deberíamos tenerlo tatuado en el alma, para que cada vez
que el desánimo venga a hacer posada en nuestro corazón, se dé cuenta de que no
hay lugar para la desesperanza en aquellos que un día recibimos la Gracia del
Bautismo y, con él, al Espíritu Santo como habitante perpetuo de nuestra alma.
Estoy releyendo "Cartas
del diablo a su sobrino", de C.S. Lewis. Es muy interesante, a la par que
divertido e instructivo, ver cómo un demonio adoctrina a su sobrino para que
consiga echar a perder cuantas más almas mejor. Lo recomiendo como lectura, no os
defraudará.
Paralelamente, también
recomiendo otro excelente libro: "Encender fuego en la tierra", una entrevista de
John L. Allen con el Obispo norteamericano Robert Barron. Dice verdades como puños y me está
abriendo los ojos aún más para poder ejercer ese ministerio que me fue
conferido junto con mi nombre de pila: ser y ejercer como sacerdote, profeta y rey por la gracia
de Dios, literalmente.
El mundo está mal, sí, es
cierto. Pero no tan mal como quieren que parezca. Como dije hace unos días a
unos amigos, que ya son más familia que otra cosa, el ruido no hace bien y el
bien no hace ruido. Cuando Elías quiso ver a Dios en persona, no lo encontró ni
en el trueno, ni en el fuego, ni en el vendaval. Él, el Todopoderoso, el
Omnisciente, Aquel que no cabe en el universo entero, estaba en la suave brisa
que acarició el rostro del profeta. Entonces se postró rostro en tierra porque
se dio cuenta de la realidad de Dios: es esa brisa que nos acaricia el alma y
nos serena el corazón.
¡Ábrenos, Señor, los ojos
del alma para verte! ¡Abre, Señor, nuestro corazón, para recibirte!
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