Ahora y siempre
Alguien dijo que “siempre está compuesto de ahoras”. Como este otoño me está sirviendo para hacer parada y fonda en no pocas cosas que daba por sabidas, seguimos con los descubrimientos: esa frase ha sido la que hoy, hace un rato, mientras desayunaba en mi preciosa casa escuchando de fondo un podcast, me ha venido a la mente con, si no la solución, sí con un modo de seguir en la brecha.
Está siendo un tiempo de aplicación de lo aprendido en otras
fases de mi cada vez más extensa vida: cómo mantener no solo el tipo, sino
también la esperanza, cuando la vida no para de darte empujones, tortazos, de
poner zancadillas en definitiva, para impedirte avanzar con relativa tranquilidad
por ese camino desconocido que es la propia existencia, sin mirar lo que quedó
atrás, pero con los apuntes de lo aprendido siempre a mano para poder
consultar.
Hoy ha sido uno de esos momentos, en que me ha venido de
golpe la inspiración, seguramente de origen divino, porque una no tiene ya la
cabeza para muchas invenciones. Cuando la situación nos desborda y, lo que es
aún peor, no parece que tenga solución ni pronta ni fácil, la tendencia
habitual de la persona es ver una montaña del tamaño del padre del Everest, una
cima imposible de alcanzar ni siquiera con la ayuda divina. Entonces empezamos
a buscar el modo de escalar, con nuestras solas fuerzas o también reclamando la
asistencia de Dios, del Espíritu Santo y de toda la corte celestial para que
nos ayude a llegar a todo lo alto del tirón.
El Evangelio que hoy escuchamos en la Santa Misa es la
parábola de la viuda y el juez que pasaba de ella, hasta que ella decidió ser tan
persistente y constante como esa gota que es capaz de romper una roca. Cuando
el juez se harta de oírla y, antes de que ella lo apedree por el nulo caso que
le hace, decide hacerle justicia. Es una parábola clarísima sobre la necesidad
de perseverar en la oración, de ser constantes en nuestro trato con el Señor,
simplemente porque Él mismo nos lo pide así. No basta con creer en Dios, hay
que tratarle y hablarle, y dejar que nos hable, escucharle, permitir que tome
parte en esos debates internos, a veces interminables, que empezamos en nuestra
cabeza y con nuestro corazón cuando los problemas se instalan en casa. Rezar
sin cansarse (no sin descanso, que no es lo mismo: hay que tener la cabeza
clara y el corazón despejado para orar bien), porque uno no puede cansarse de
tratar a aquel a quien ama desde lo más hondo del alma.
En esos momentos en que no vemos salida, en que la montaña
llega hasta las nubes y las traspasa, es cuando debemos pedir su ayuda y,
además, darnos cuenta de la frase que dije al principio: “siempre se compone de
ahoras”. Debemos preguntarnos: ¿soy capaz de llegar hasta la noche nadando
contra la corriente? Quizá la petición al Señor o a la Santísima Virgen no sea:
“que pueda terminar con esto”, sino: “ayúdame a poder llevar esta cruz hoy”, y repetirla
una y otra vez, convirtiéndola en jaculatoria diaria. Las escaladas grandes no
se hacen en un día, ningún alpinista corona una cima en una sola jornada.
Muchos deben incluso acampar a distintas alturas cuando la montaña es de las
más altas.
A menudo los problemas los vemos como insuperables porque
queremos solucionarlos de una vez para siempre, pero la mayoría de las veces
solo es posible resolverlos si los dividimos y vamos poco a poco, sin prisa y
sin pausa: muchos “ahoras” que al final terminan siendo un “para y por siempre”.
Lo mismo ocurre con la oración cuando la perspectiva de
rezar, vista como obligación impuesta para toda la vida. Cambiemos la pregunta
por esta otra: ¿Puedo estar hoy un rato con el Señor, a ser posible, delante
del Sagrario? Mañana, quién sabe, igual es Dios quien te llama para quedar
contigo, porque -te habla mi propia experiencia- hablar con Él a solas es
fuertemente adictivo y sus efectos secundarios son: paz interior, alegría
inextinguible y las ganas de servirle a Él a través de los demás. Palabra de
Lola.
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